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A LOMOS DE UNA Y OTRA PESTE



Como ocurre con las ofertas de final de temporada, cuando el verano próximo permite pichinchear el remanente en sacos y bufandas, en los mismísimos días en que los medios de prensa instalan el neologismo triunfal de «pospandemia» y las farmacéuticas parecen satisfechas con el lucro obtenido en la reciente campaña terrorista, algo que parece un galeno, un peón matriculado del régimen, irrumpe en la escena para instar a todos a aprovechar una tanda de vacunas próximas a su vencimiento. En la loca carrera al abismo en que se ha precipitado el mundo a instancias de la pandilla de magnates sentada al tablero de la geopolítica y las finanzas globales, mismo cuando se concatenan sin respiro las sucesivas fases que van de la peste a la guerra y de ésta vaya a saber a qué nuevo azote, parece extemporáneo y demodé el lloriqueo de un dotor a causa de la indolencia de la gente por acudir al vacunatorio a por su enésima dosis. Desde luego, se evita aludir siquiera a la suspicacia del común a poco de comprobar que el mundo sigue girando pese a las alarmas, y que algo raro hiede en torno a todo este asunto traficado tan sin tasa. Porque hay una saturación obvia, más una comprobación fáctica de que se han agitado demasiados fantasmas con esto del “enemigo invisible”, y no falta quien cuente con algún familiar o allegado que sufrió, más o menos graves, las secuelas del jeringazo. O algún muerto por cáncer diagnosticado como covid. Pero el médico evita sabiamente argumentar por este flanco, y trae a cuento no la mera desconfianza sino la «desidia, indiferencia e indisciplina» de nuestros borregos para explicar el faltazo que habría provocado el vencimiento de un lote de vacunas de procedencia inglesa el pasado 30 de abril. E invita a cumplir con el súper-deber cívico. «Si esos cuatro millones que tienen una sola dosis y los 10 que tienen dos hubieran acudido, no tendríamos ninguna vacuna vencida. Es una sociedad extraña». Sí, es una sociedad extraña desde que ya vamos por la cuarta aplicación en poco más de quince meses y muchos siguen tragando la fábula del pangolín y el murciélago. Con todo, para tantos que se dejaron engañar en los albores de la plandemia, ya sonó la hora del balance como para andar voceándoles ulteriores ofertas.

Arrecian aquí y acullá tiroteos callejeros que tronchan vidas en flor, al desgaire. Las pantallas exhiben espectáculos de masacres reales o impostadas en guerras televisadas en directo o libradas dentro del cubilete de netflix para recreo de un público alelado que ya no parpadea. Los gobiernos de las naciones traicionan a sangre fría a sus conciudadanos entregándolos en masa, en bolsas de residuos, a los trituradores de destinos que imponen la degeneración universal de los niños y la ruptura de los vínculos más entrañables. Cataratas de nonatos son arrancados de cuajo del vientre de sus madres con el beneplácito de éstas y de unas leyes que regulan la convivencia de los chacales erguidos. Y pese a la insensibilidad marmórea que tanto estímulo suscita, parece quedar margen para la apelación sensiblera, para el gritito de angustia urgiendo la vacunación postrera, el último pinchazo. El infectólogo en cuestión insiste con su estadística y su pedido: “hay una indiferencia de parte de la gente y la cuarta ola es una realidad. Tenemos casi cuatro millones de personas que recibieron una sola dosis o no se han vacunado. Pero lo triste es que las vacunas se están venciendo y necesitamos brazos para ponerlas. Todos deberían saber que con tres dosis de vacuna, la colocación de la vacuna antigripal y el uso del barbijo, van a pasar un muy buen invierno”. ¡Qué encanto de vendedor, augurarle tan prometedor invierno a los que colaboren con toda toda la pauta! ¿Y qué decir de ese clamor a por los tan necesarios brazos, capaz de hacernos moquear de la emoción y prorrumpir el llanto a raudales? Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. No parecía posible que alguien se le animara a estos recursos en sazón tan terminal, pero está visto que los traficantes de pócimas no están dispuestos a desestimar trucos, sabedores de que entre los escombros de humanidad todavía puede subsistir un puñado de lectores de novelas rosas. Encarnan a la perfección la ética del mercachifle: así como éste no desprecia la monedita aunque repose en una montaña de billetes, dos o tres brazos más (metonimia por «personas») merecen la continuación de la campaña por los medios que sean. Peitho, la diosa griega de la persuasión, no hubiese dado crédito a que medios tan exiguos pudieran proporcionar algún suceso.

Estos, en efecto, parecen ser los rezagos, la borra de la psicopandemia cabalgada en precedencia. Ahora están inventando una nueva, una zoonosis que arrima una doble y genial vía de convicción. Porque correr a una humanidad tan degradada en sus hábitos con la novísima viruela del mono, que encima puede cosechar credibilidad adicional por asociación con el universalmente admitido bulo de Darwin, resulta una jugada llena de desparpajo y de sorna. El hombre, criatura sorprendente en el sinfín de sus virtualidades, queda ahora comprendido en un bestiario variólico en el que, además de los simios, lo acompañan los lirones enanos y las ratas gigantes de Gambia. Todo un logro de unos filántropos devenidos ganaderos de masas y directores de orquesta, terapeutas a lo grande y narradores de hipérboles. Con el gigantismo de los gigantes antediluvianos, que no sortearon la limpieza operosa de las aguas.     


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