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Es muy poco probable que nos mate la peste, según permiten aventurarlo los guarismos que se divulgan. Menos probable es que nos mate el arma biológica de las presuntas vacunas que ofrecen como panacea, ya que no nos contaremos entre los inoculados. Lo que está por verse es cómo saldremos parados de la catástrofe económico-social vehiculizada por el terrorismo sanitario, y aun de las represalias que sufran los disidentes, más si cristianos.

Nobis quoque peccatoribus («también a nosotros, pecadores») son las únicas palabras del Canon de la Misa que el sacerdote pronuncia en voz alta, audibles por tanto a los fieles. En ellas, a poco de cumplirse el milagro de la transubstanciación, el ministro del altar pide a Dios que nos otorgue siquiera una parte en la compaña de los santos apóstoles y mártires, y enumera a Juan, Esteban, Matías, Bernabé, Ignacio, Alejandro, Marcelino, Pedro, Felicidad, Perpetua, Águeda, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia «y todos tus santos, en cuyo consorcio te pedimos nos recibas no por nuestros méritos, sino como dador que eres de indulgencia». 

Las múltiples amenazas que se ciernen hoy sobre el cristiano justifican, pues, el volver una y otra vez a esta súplica.

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