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CARRERA AL ABISMO



Si hubiese que esbozar un compendio de la historia moderna abordándola en una sola de sus vetas o avenidas principales, y si fuese lícito contenerla en una sentencia o aforismo, diríamos: ascenso, consolidación y putrefacción de la burguesía, haciendo de esta última instancia y sólo de ésta (la de la putrefacción) un mal extensible a todo cuanto el agente (la burguesía) toca. Lo que equivale a decir: a casi todo lo susceptible de alguna humana injerencia. Marx ya lo diagnosticó con no poco acierto, al precisar que la burguesía había degradado las profesiones antaño tenidas por más venerables a la condición de empleo asalariado. Este proceso multisecular determinó a su postre, tal como lo tenemos a la vista, hábitos mentales descendentes, verdaderas hecatombes de estulticia y de crueldad, decrepitud al nacer.

Al menos desde Hegel, brota a torrentes un vocabulario que denota una situación inédita para el hombre en su demora terrestre: alienación, trivialización de la existencia, non-sense, nihilismo, apatridia. El solipsismo metódico, patrimonio de algún que otro atormentado intelectual, le fue convidado a las masas como tónico o bebedizo, ya menos como metódico que como meta. Lo que debió ser un purgante de todos los lastres del academicismo, una apelación a la interioridad –las Meditaciones metafísicas de Descartes exhalan, digresiones aparte, olores del de Hipona-, devino, por una ironía que no podemos perdonarle a la Historia (o a la humanidad, quien sea su causante) un soporífero general, una especie de púbico nirvana. Ocurrió lo que dijo Kierkegaard: «no es que la especulación moderna tenga un supuesto falso, sino que tiene un supuesto cómico. Puesto que, en una suerte de distracción histórico-universal, ha olvidado qué es ser un hombre».

No se ha salido de ese estado de enajenación ni siquiera por el alerta dado por las corrientes de pensamiento más características del siglo XX que, con sus errores a cuestas, al menos clamoreaban la proximidad del precipicio histórico. Ni -más expresivos que todas las teorías- por los concluyentes hechos: guerras de devastación, crisis económicas y sociales, ctónicos corcovos. Tal como lo refiere el Apocalipsis, ni siquiera los sucesivos y bien sopesados flagelos bastaron a los sobrevivientes para arrancarlos de sus idolatrías y fornicios. Muy por el contrario: se ha redoblado la apuesta por seguir siendo modernos.

El resultado del mundo del “hacer por el hacer”, sin la menor inquietud teleológica, sin orientación ni oriente para sus espasmos, se ve sintetizado en puras cifras, en estadística injuriante. Es el ardid cuantofrénico de sacar a relucir números como blasones en el exacto momento en que no hay nada de qué alardear. Porque a la meticulosa apreciación y balance del producto bruto interno, del producto nacional neto, del producto per cápita, se le corresponden unas generaciones que no son sino el subproducto de unos tiempos paroxísticos. Lo confirma -todo un sello- el estropicio en cruel vigor de tantos jovencitos atrapados con el anzuelo de la indeterminación sexual para consumar en ellos la indeterminación total, para asegurar que no habrá ulteriores generaciones de humanos sino apenas unos átomos antropoides y volátiles paridos por probetas, para augurar la extinción autoinfligida de la especie. Y no parece haber recodo libre de la catástrofe de almas: hasta el ámbito agreste se tizna de perversos polimorfos ya en edad de merecer y la hija del jornalero se diría discípula de Sade.

Peste, guerra y hambre acuden, solícitas, a colaborar en la obra del desenlace histórico. Son correlativas incluso cuando las programa el hombre -con la única salvedad, en este caso, de que pese a la avanzada ingeniería del mal pueden éstas salirse de control y atraer demonios indomeñables al escenario. La velocidad de sus máquinas le musita al hombre su analogía rigurosa con la celeridad de los tiempos, que caen en cascada. Motus in fine velocior. Pues hay un modo que se diría infalible de detectar la proximidad del fin de los tiempos, y es la aceleración de la historia.

 

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