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NOTAS PARA UN LIBRO DE QUEJAS



A quien haya asumido (por escrito u oralmente) un hábito execratorio respecto de la modernidad y de sus males, a aquel que sienta el apremio por desmentir las presuntas excelencias de este auténtico sumidero de los tiempos, no le faltará nunca el bienintencionado amigo que le recomiende cesar las lamentaciones en atención a la espléndida epifanía latente incluso tras las más grises apariencias. No sirve precisar que la divina presencia general de inmensidad no impide advertir la desolación de un mundo sin Dios, el cáustico hastío de esos contingentes humanos al garete y de esos individuos humanos desmembrados, partidos al medio o en muchos pedazos, trastos de órbita irregular y fugaz que no dejan estela ni legado. No: con un expediente tan sencillo como desarmante, el señor sauce llorón es remitido al coro de los serafines donde el hosco eclipse de los tiempos no extiende su sombra, donde las consecuencias del pecado organizado no ulceran el alma, donde la Gran Apostasía pasa desapercibida como el susurro de un fantasma.

¿Por qué no dedicarse, mejor, a exaltar la belleza? ¿Por qué obstinarse en contemplar cara a cara el mal, los males presentes, las miserias y vilezas que de cualquier modo no pueden empañar el rostro amable del Creador, que late inalterado tras las creaturas? ¿Por qué no posar la vista, más bien, en la multiforme bondad de las cosas que salieron de las manos ubérrimas de Dios?

Pues que les responda el salmista: «¿cómo entonar un cántico de Sión en tierra extranjera?» (Ps 136,4). Buena y necesaria es la alabanza, pero ¿no se la ensaya muy a despecho del entorno aquí donde hacen su morada las más odiosas alimañas, donde se han emponzoñado a designio las fuentes de agua, donde el sol y la luna esperan una orden inminente para negar su luz, donde la animación espiritual del orbe y la civilización (o, mejor dicho, de estas esbeltas ruinas) ha sido encomendada a los mil demonios? ¿Quién osaría cimentar en el lodazal, abrir puertas y ventanas a una atmósfera infecta, soslayar el avance devorador del dragón, lanzado justamente a diezmar a los distraídos?  

Se debe, primero, exorcizar a los espíritus malignos. Nombrándolos: evidenciándoles con ello que los conocemos, que no queremos su consorcio, que no los confundimos con ninguna especie de bien. Declararles la guerra con insultos, ya que no queremos una paz prematura, ni afincarnos anticipadamente en aquel Reino que si cada día requerimos es porque aún no llegó: adveniat regnum tuum. Llegará de balde, de arriba, y hasta que llegue estaremos en armas. Porque cuando nos digan «está aquí» o «está allá» y no conste la irresistible acción restauradora del Señor sobre la natura humana y sobre la entera natura, sabremos que nos están mintiendo. Se refieren a la civitas hominis y a su único culto admitido: la antropolatría, en cualquiera de sus variantes.

Más crédito nos merece un Dostoievski que no un Tolstoi. La inocencia original se quedó en el Edén, custodiada por un ángel que blande disuasiva espada de fuego. Por cada bien que acá espiguemos cosecharemos gran copia de callos y jadeos. Al que quiera celeste habrá de costarle en lágrimas, en ardua desolación, en testimonio. El Poverello de Asís no tomó atajos, y cantó tanto más fino cuanto le advino ser alcanzado por los dardos celestiales.

Por lo demás, parece notorio que nos tocó remar en tiempos lo bastante arduos como para desviar tan fácilmente la vista del montón humeante. «Has de saber que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles. Porque los hombres serán amadores de sí mismos y del dinero, jactanciosos, soberbios, maldicientes, desobedientes a sus padres, ingratos, impíos, inhumanos, desleales, calumniadores, incontinentes, despiadados, enemigos de todo lo bueno, traidores, temerarios, hinchados, amadores de los placeres más que de Dios» (II Tim 3,1 ss.). Cuesta obtener una descripción más ajustada a las hodiernas hordas amontonadas a impulsos eléctricos de autoconservación, auxiliado su instinto desde afuera por una trama propagandística a consagrar vicios y vilezas. La sucesiva adjetivación con que el Apóstol retrata al hombre moderno podría suponerse hiperbólica si no estuviéramos ante un texto sacro sin intención alguna literaria: la realidad allí anticipada, por tanto, por lo acumulativa, sugiere a la distancia de tantos siglos el desborde histórico y creciente de la iniquidad hasta alcanzar su ápice. Para obtener este estado de cosas debía primero recusarse el Evangelio, lo  que constituye uno de los pecados contra el Espíritu Santo elencados por el Catecismo. Y obstinarse en pecar, otra de las ofensas contra la Tercera Persona divina, que son -como se sabe- de suyo irredimibles.

A esa disposición general de las conciencias le corresponde una organización social y política que consolida y acrecienta el mal, oprimiendo al cristiano y favoreciendo la más completa abolición incluso de la religiosidad natural hasta cerrar el camino de la conversión. Si éste es el tiempo que nos tocó recorrer, y éste está próximo a comparecer ante el Supremo Tribunal, como se atisba en la precipitación que cobra su carrera descendente, ¿le ahorraremos nosotros el epíteto oportuno? ¿Nos contentaremos con cantarle a los pajaritos, a la hierba mecida por la amable ventolina?

Sabe Dios lo admirables que nos son Sus obras y el embeleso en que nos suspende Su creación. Como sabe también lo abominables que nos resultan sus enemigos. Tiempos como los nuestros, de peste integral -de corazones siniestrados por la consagración pública de los hábitos más ruines, tiempos de hedonismo y de nihilismo embrutecedores, de embotamiento terminal de las conciencias- no han sido hechos para dormir. «Ya no durmáis, no durmáis, pues Dios falta de la tierra…». Roma luchó contra Cartago por la hegemonía del Mediterráneo, pero Roma entendió que no se podía convivir en el mundo entonces conocido con un vecino capaz de entregar a sus hijos en sacrificio a los abyectos ídolos. Israel combatió a sus circunvecinos para asegurarse la posesión de esa tierra que Dios le había aparejado, pero también los combatió porque las abominaciones de éstos clamaban venganza. A nadie se le hubiera ocurrido dormir cuando una voz imperiosa llamaba a alistarse, a atravesar a lanzazos a la canalla del demonio, a embestir las efigies en piedra de los ídolos, a conjurar monstruos.

Desmentir el vigente compendio de todas las imposturas y salir al cruce de tanta insensatez autopropulsada: éste es el desolado cometido de quienes preferiríamos ¡ay! vacar a la contemplación. Pues no se debe permitir que el enemigo del nombre cristiano se alce con toda la redondez de la tierra sin disputarle el último rincón. Si la antropología injuriosa que aplaude la plebe académica y que se difunde en el llano con todas las artes de la persuasión hizo del hombre no más que un arrimo azaroso de células, y de la única política plausible aquella que garantice la satisfacción de los apetitos primarios, incluso si éstos se desbocan hasta la deformidad y el agravio de las leyes de natura, ¿por qué no iban a entregarse los ciudadanos de Babel a las disposiciones despóticas y absurdas del Estado («el más frío de todos los monstruos fríos», al decir de Nietzsche), siendo la portación de mascarilla y del carnet de barrenado suficientes a propiciar el pan y el circo?

Para que la manipulación no cese, se hizo ahora menester atizar una guerra de connotaciones imprevisibles y adobarla con el fraude informativo y el más previsible unísono en los veredictos de tanto periodista patán. Lo dicho: el hombre de estas postrimerías ha venido a ser una manufactura sin resuello, sin reacción vital. Déjennos, pues, quejarnos un poco allí donde resuena la proclamación triunfal del caos controlado: no interrumpiremos la armonía celestial con nuestro refunfuño, y hasta quizás llevemos algún consuelo a otros cautivos del aciago presente. Es la obvia sincronía entre el flagelo y el lamento la que hace de la jeremiada el género literario más consonante con la hora.     

 

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