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LAS SUCESIVAS ARTIMAÑAS DE LA PRENSA EN EL MONTAJE PANDÉMICO



Duros por fuera como el cascarudo, blindados contra toda filtración de evidencias contrarias al mito, los medios de manipulación (en adelante mass mierda, según un dudoso anglicismo en vigor) siguen cumpliendo el previsible papel que les fue asignado al principio de la Gran Impostura. De entrada nomás fue la acuñación de dicterios aplicables a los objetores de la patraña: “negacionistas”, “covidiotas” y, conforme se iba imponiendo la pócima experimental que constituía el segundo acto de esta obra en curso, “antivacunas”. Medios que se reputaban celosos de la convivencia democrática y del periodismo de guante blanco no hesitaron en dar al traste con las formas, encabezando su logomaquia sucesiva con aquellas u otras montaraces descalificaciones para con el nuevo enemigo público, insertando sus insultos hasta en los titulares de las noticias. Esta nuda efervescencia, un berrinche de tanto bulto y tan raro en órganos de la propaganda cuya amplitud de registro no excede de sólito el arco que va de la pacatería progre al conformismo semi-ilustrado, ya era suficiente para denotar, a buen entendedor, la vigencia de un voraz interés (desde luego extrasanitario) detrás de escena. Dicho en el argot epidemiológico: la respuesta inmune de la prensa unida en causa común resulta, a ojos vista, mucho más eficaz que la proporcionada por la terapia experimental y masiva contra el covid o lo que se tenga por tal, que de hecho prosigue su derrotero infeccioso sin hacer acepción de personas –es más, cebándose de preferencia en el vasto contingente de los ensartados.

Por supuesto que la verificación acumulada de efectos adversos atribuibles a la estocada (incluyendo la irreparable muerte) debía ser meticulosamente soslayada por las crónicas. Sólo se verían en apuros los medios cuando el afectado fuese una personalidad pública (un futbolista, un actor de cine, una bataclana profesional). Aquí la estrategia fue varia y adaptativa, según se puede colegir con sólo consultar los reportes que dan cuenta de estos casos: dependiendo del grado de celebridad del sujeto en cuestión, con frecuencia se ha podido llegar a clamorear su deceso con increíble silencio de cualesquier causa, como si fuera admisible que a las agencias de noticias se les pudiera colar tan campanudamente semejante “laguna” informativa. O bien se ha echado mano de alguna enfermedad padecida con antelación para explicar una muerte intempestiva ajena por completo a la dinámica de la misma. O bien, como ocurrió con el reciente caso de la modelo brasilera fallecida a sus 18 años, atribuir su prematuro fin a una trombosis provocada por el propio coronavirus (jamás por la “vacuna” o su alias, ni por insinuación, aunque se reconozca que la víctima había sido dos veces inoculada y aunque las trombosis sean admitidas por los mismos laboratorios entre los más frecuentes efectos adversos de sus menjunjes).

Dados por descontados estos y muchos otros ocultamientos, era menester remachar el cuadro convocando a cantorcitos, musicastros de nota, abortivos del star system devenidos moralistas y enanos de circo con humos de sénecas para que, destilando majaderías de ocasión a coro con los asnales periodistas, aportaran su mal ganado prestigio a este colosal atentado contra la salud pública. Que cuando no se los invitara a dar su autoritativo juicio a través de los órganos de prensa, éstos podían igualmente recogerlo del manadero sapiencial de sus tweets, amplificándolos para satisfacer a un público ávido de un mensaje optimista -ya que, como recordaba Bernanos,  “el optimismo es la esperanza de los imbéciles”, y la esperanza es lo último que se pierde. Como en escorrentía de sedimentos, los detritus de todas esas voces unificadas en cauce común sirven para poner mayor sordina a las réplicas sensatas y valientes de los profesionales que se juegan nombre, carrera y matrícula en soledad contra la aplanadora.

Alguno de estos peleles encaramados, ebrio de la resonancia de sus naderías, pudo atreverse a chillar que aquellos que se rehusaban a la yerra eran todos unos asesinos, extenuando el gesto a instancias del consenso engañoso de “expertos” y cagatintas. Porque era de buen tono disociarse de aquellos extremistas indeseables, tanto como fácil y cómodo apostar a ganador en el juego de estas polarizaciones desbalanceadas. Lo que revela, de paso, la perversidad de un montaje en el que el mezquino interés mueve a unos a apoyarse en los otros, y viceversa –los pigmeos de la farándula en los amos del juego, y éstos en aquéllos, recíprocamente, de modo que los unos se benefician de las migajas que los otros les sueltan a cambio del falaz decoro que aquéllos le prestarían a la causa.

Chesterton atribuía a la política de partidos la promoción de la figura del partidario irracional; está fuera de duda que estos vórtices históricos pergeñados por una camarilla de ideólogos y magnates han servido para consolidar en muchos antropoides esa disposición de tuertos voluntarios. Porque el papel de la prensa en la gestión de toda peste habrá sido siempre de la mayor envergadura –empezando por la peste de los malos hábitos de pensamiento, de los malos hábitos de vida, y concluyendo por la peste del «caos controlado» que constituye la agenda misma de los psicópatas que tiranizan al mundo.

Comoquiera que el manto de silencio echado sobre las verdades incómodas se vea auxiliado por el elenco de insultos prefabricados para réplica de los argumentos contrarios, lo que en adelante es de esperar es el ataque desembozado contra todo elemento refractario –y ya no sólo de manera genérica, como lo apuntamos más arriba, graznando el descrédito de los “antivacunas” en bloque, sino incluso revoleando nombre y apellido del imputado y procurando su muerte civil. No sin repugnancia hemos advertido la desvergüenza con que esos “verificadores de datos” pagados por la Gran Finanza y clavados en el tope de los rastreadores de internet acometieron el falaz descrédito de tal o cual médico que osó denunciar las mentiras ínsitas en la pandemia virtual, enrostrándoles de paso el haber sentado plaza contra el aborto y el homosexualismo como pruebas de su presunta condición de enemigos del progreso y de los derechos civiles. Con esto se matan dos pájaros de un tiro o, si se quiere, se enlazan dos causas con la misma soga: al tiempo que se induce a aprobar el relato de la “pandemia” y sus protocolos siniestros, se invita a adherir al filicidio y a la sodomización de las conciencias, revelando que todo es uno en el plan de los malditos arquitectos de este fraude.

El caso reciente del doctor Eduardo Yahbes, detenido en la Argentina por expedir certificados que contraindicaban la vacuna y que la prensa a coro no dudó en tiznar como a “truchos” (como si un médico no tuviera la facultad de emitir, según su leal saber y entender, certificados que eximieran a sus pacientes del uso de un determinado producto), el clamor massmierdático que levantó y las consecuencias profesionales que tendrá que sufrir el acusado son una muestra de lo que les espera a quienes se animen a enfrentar al monstruo. En estos días se ha visto el tratamiento que se le dio en Australia al tenista estrella Novak Djokovic por no poder presentar el pase sanitario a su ingreso al país: fue finalmente impedido de participar del torneo internacional que lo convocaba a la isla y deportado. Mientras la intriga estaba en curso y el tenista cumplía arresto en una unidad penitenciaria para extranjeros indocumentados, el Washington Post, entre otros malsanos medios de opinión, vertía su anatema sobre el deportista, precisando sin demasiados rodeos que era inaceptable que un antivacunas declarado se mantuviese en la cúspide del tenis mundial, lo que urgía imponerle la más ostensible humillación. Que fue lo que al cabo se hizo.

Las artimañas de la prensa son de una diáfana evidencia para quien no se haya arrancado los ojos, y aunque los recursos aplicados a la confusión y el engaño del público cautivo se hayan perfeccionado a lo largo de décadas de infamia transcurridas sin reposo, siguen siendo demasiado obvios a quien conserve algún poder de indignarse ante lo injusto. Es que la mentira acaba por plagiarse a sí misma. En esta sucesiva instancia del dolo mastodóntico que han montado ya apuntan derechamente sus cañones contra el nombre y la honra de sus denunciantes. Es una guerra entre la conciencia limpia del sujeto y los fondos de inversión transversales a farmacéuticas, medios de prensa y gobiernos. Una puja desproporcionada, como quizás nunca se ha visto, entre la extrema debilidad personal y un poder arrollador, de impronta global, ávido de inmolaciones, intolerante a réplicas y a razones. Van por todo, pero nosotros también. Y Dios prefiere a los vencidos.

 

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