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LA LEY DE MURPHY Y EL PROBLEMA DEL MAL


Es poco probable que el autor de la célebre «ley de Murphy» haya tenido ánimo de precisar una verdad teológica, pero lo cierto es que supo enunciar una de las consecuencias más notorias del pecado en este sufrido destierro. Que la mera oportunidad del daño temporal gravite, aquí y ahora, en favor de su consecución fáctica, es asunto dolorosamente experimentado por todos: al mal le basta con encontrar una rendija para entrar y aposentarse. El descubrimiento de la fisión nuclear le iría a servir al hombre para la producción de mucha energía a bajo costo, pero nada le impedía usarla con fines bélicos –o de pura masacre, más bien- y así ocurrió. Del mismo modo, si la investigación genética permitiría multiplicar la producción de alimentos modificados que se harían más indemnes a las plagas y a las adversas condiciones del clima, así también podía facilitar la producción de agentes patógenos con el propósito de atacar a la población y de alterarla en sus mismos genes. Que algo sea posible cuando antaño no lo era, si cae del lado del mal es más que posible. Es poco menos que impensable que el hombre descubra una nueva tecnología sin dar pábulo con ella a cualquiera de los siete pecados capitales.

Por eso en reciente rueda de prensa, el escritor británico Ken Follett no dudó en afirmar que “más temprano que tarde, las armas nucleares van a utilizarse”. Y lo suscribimos: el demonio no dejará ociosos los recursos de que el hombre se ha pertrechado si éstos pueden servir para arrancar de la sobrehaz terrestre a cuantos retoños humanos quepan en el círculo de sus radiaciones. Es más: el “homicida desde el principio” apetece no sólo la muerte del hombre, sino su muerte repentina, aquella que le impida disponerse a bien morir, lo que puede conseguirse a gran escala y en simultáneo con el concurso micidial de algunas ojivas nucleares. O, con menor concentración de gentes y efecto más dispersivo pero sin quita en lo letal, con esas bombas de relojería que, instiladas en la hidrografía sanguínea, acaban por causar cuadros de muerte súbita, entre muchos otros efectos ingratos ya vistos y aún por verse. Ese tercio de la humanidad próximo a perecer como en la peste negra, según lo explicita el Apocalipsis, puede bien sucumbir por acción de las causae secundae, tal como la primera de las plagas descritas en el libro sacro (la llaga horrenda que afectará a sus víctimas) caerá “sobre aquellos que recibieron la marca de la Bestia”. Lo que permite suponer: “como efecto de ésta”. 

Complementa la ley de Murphy la idea del carácter progresivo del mal –y del bien. Próximo a su juicio particular, el sujeto parece consolidar las disposiciones de toda una vida que le acarrearán la pena o la gloria eternas. Próximo al juicio universal, el mundo se lanzará de bruces ante el supremo Tribunal en orden a oír una sentencia. El mundo, enemigo de la salvación, alcanzará el ápice que ni en Babel conoció.

“Será como en los días de Noé y en los de Lot…” en que los negocios y las diversiones, a remolque de una disposición acédica general, ya sin el menor rastro de inspiración celeste, dispondrán a los hombres a ofender a Dios en cada anhélito. Será, como lo anunciara Hesíodo, un tiempo en el que los hombres nacerán con blancas sienes, en que la mustiedad de los espíritus informará las risas lúgubres de los comensales de la hora. Como en las carreras de cerdos, no serán la destreza y el gracejo quienes conciten las apuestas, y lo que se repute por victoria será el fruto del azar más ciego en el entorno de la extrema contrahechura. La ciudadanía será ornato de gárgolas, prerrogativa de bestias de apariencia humana, galanura impropia de la simiente de Adán. El “metaverso”, como con torpe neologismo han llamado a ese reducto que será el hábitat del transhombre, verá salir sobre las cabezas de los supérstites un sol artificial con las protuberancias malditas del coronavirus. Porque después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá.

Poco se repara en lo excepcional que debió ser para un escritor del siglo I lograr una visión de alcance tan universal como la que expone el Apocalipsis: hasta donde sabemos, no tiene análogo en sus días. Y aunque san Juan tuviera ante la vista ese mundo unificado que Roma heredó de la oikouménē y que ensanchó y consolidó en lo sucesivo, sus visiones integran inequívocamente a naciones lejanas, conocidas apenas de mentas, y aun a latitudes aún no exploradas: todas las tierras, en suma, pasibles de recibir el influjo del sol y de la luna y el embate transeúnte de las mareas, y todos los pueblos, conocidos o no, que las habitan. El que, según el texto sacro, llegado el día de Su justicia Dios se disponga a “arruinar a los que arruinaron la tierra”, trae consigo la profecía implícita de que el hombre habrá alcanzado un dominio lo suficientemente universal del mundo como para tiranizarlo hasta la ruina y reclamar la irrupción justiciera de lo Alto. Son varias las profecías que se implican allí, como en aquella pregunta retórica del Señor sobre si encontrará fe en la tierra el día de Su venida, dando a entender el estado de apostasía contemporáneo a la misma y, por lo mismo y por contraste, la extensión y vigencia de la fe en las edades precedentes.

Nos importa, en todo caso, comprobar que la pendiente como de tobogán en que se ha lanzado el mundo y el vértigo demoledor de las instituciones primordiales, de la identidad histórica, del sentido más elemental de justicia, no menos que de la percepción de la realidad y de lo obvio, todo este caos cocinado a fuego lento e impuesto a las conciencias es el término obligado de la amplitud creciente del poder del hombre sobre las cosas. Si algo malo puede suceder, sucederá. Y es cada vez más factible que algo malo pueda suceder en un ambiente emponzoñado en sus hábitos y en sus leyes, donde el hombre sigue sacando de la galera nuevos y sorprendentes recursos que aplica a su condenación y la de sus semejantes. Ya que, aunque Dios haya reservado un quehacer a la estirpe de Adán («creced y multiplicaos»), es inevitable tras la caída que la vocación y el mandato sufran frecuente usurpación y desvío: el pecado original fue algo extremadamente serio, con consecuencias acumulativas hasta el fin de los siglos. La Redención vino para salvar las almas individuales, no para impedir la deriva de los tiempos hacia ese final catastrófico ínsito en la dinámica de un mundo en el que alguna vez entró el pecado.      

El tiempo es la expresión de la paciencia de Dios. Él deja obrar a Sus enemigos para templar a Sus amigos, para pasar la criba de una en otra edad y para clausurar el devenir en aquel día de la ira previsto desde toda la eternidad con el fin de dar lugar a la renovación de todas las cosas: ecce nova facio omnia. Entonces las leyes de este mundo físico, no menos que las del histórico, serán menos que el recuerdo de una sombra, y la ley de Murphy no tendrá ninguna ocasión de verificarse.    

 

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