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EFECTOS DEL NUEVO MUNDO CREADO POR LA TECNOCRACIA DE LA BIOSEGURIDAD


por Elisabetta Frezza

Fuente: aquí

El virus, al final, también pasó por acá. En casa se lo contagiaron mis hijos menores, quienes, advirtiendo lo que sucedía en torno, esperaban tarde o temprano su llegada. Lo que suena vagamente a blasfemia, pero de esta manera nos han reducido al fantástico nuevo mundo de la tecnocracia de la bioseguridad y la psicopatología generalizada. De no haber sido interceptado con la epifanía de la segunda muesca rosa en el hisopo -reedición pandémica de los míticos test de embarazo que nos han tenido a todas, alguna vez en la vida, con la respiración contenida- ninguno de ellos, adolescentes, se habría percatado de su tránsito, tan fugaz como indoloro. En tiempos normales -concepto enterrado- habrían seguido yendo al colegio, como si nada hubiera pasado y como siempre se hizo en presencia de un resfrío. En cambio, test, escolaridad a distancia y cuarentena familiar hasta futuro decreto de excarcelación de parte de la autoridad competente: aquella que concede a discreción jirones de libertad vigilada.

Esta es, a gruesos trazos, la entidad de la enfermedad por la que un porcentaje búlgaro de niños es sometido -con entusiasmo religioso, con dosis variable de escepticismo o con la muerte en el corazón, según el caso- a la administración de un fármaco aún en proceso de experimentación. Basta el hecho incontrovertible del carácter experimental del tratamiento, en el neto de su nocividad, para tener por demencial por un lado la intimidación ejercida desde arriba y por otro la adhesión ofrecida desde abajo. No hay proporción entre el riesgo y el beneficio, la victoria del primero es aplastante, y sin embargo los supervivientes del rito iniciático-sacrificial son ya una pequeña minoría, y estamos apenas en enero. El efecto manada es implacable y no deja lugar a las reflexiones más elementales: con tal de no jugar el papel de los diferentes, uno acepta por defecto la inversión de la carga de la prueba sobre la propia salud y firma, vendado, una hipoteca al propio futuro.

Pero si humanamente podemos entender la propensión de un jovencito a homologarse a sus pares debido a la presión mortal del grupo combinada con el empuje de la propaganda mediática sin precedentes y a la multiplicación de chantajes criminales, la fenomenología de la involución adulta luce más impactante -en particular, la materna.

Es cierto que las instituciones se exhiben, desde hace dos años, en un crescendo rossiniano de demencia mezclada con arrogancia, en cuyo vórtice se ve absorbido todo rastro de cultura jurídica y de toda conquista de civilización. Es cierto que debemos tomar nota de cómo la fuerza de gravedad de las instituciones ya no tiende hacia el bien común, sino hacia el mal común, y de cómo la inversión de un principio adquirido e interiorizado como éste pueda, con razón, causar vértigo en quien no haya madurado ya en sí mismo al menos una duda subyacente. También es cierto que el martilleo compulsivo sobre el sentido cívico, sobre la educación para la legalidad, sobre el respeto a las normas, cualesquiera que sean, ha erosionado lentamente la piedra forjada en el sentido de la justicia, en el buen sentido y en el sentido común, en el orgullo y en el honor, hasta el punto de hacer desmoronar un patrimonio de sustancia cristalizado en el corazón de los individuos y en el alma de la comunidad. Es cierto, finalmente, que la borrachera libertaria y la recreación perenne, la pérdida del centro y de toda referencia moral, el hedonismo y el egoísmo convertidos en pilares de la existencia, han privado a los más de toda defensa contra la mentira, dejando desguarnecida una tierra de conquista exterminada. Al final, el punto es que ya no se es capaz de elaborar un pensamiento, de elevar la mirada y de reconocer dónde habita la verdad de las cosas.

Es todo cierto. Y, sin embargo, no puede dejar asombrar el pulular de los contendientes en las competencias de obediencia desenfrenada y masoquista, espontáneamente establecidas a la faz de disposiciones no sólo vejatorias, no sólo irracionales, no sólo arbitrarias, no sólo fraudulentas, sino auténticamente surrealistas, idiotas, provocadoras y grotescas. Tantos tests de obediencia, cada vez más atrevidos, cada vez más disparatados y temerarios, sólo para experimentar hasta dónde puede llegar la prepotencia gratuita. Y así se llega sin disparar un tiro a la directiva con la que la omnipotente empresa socio-sanitaria, disponiendo el cierre temporal de un jardín de infantes, prescribe que los alumnos en cuarentena deban «mantener el estado de aislamiento», «evitar el contacto con los convivientes», «utilizar habitación y baño de uso no compartido con otras personas con adecuado recambio de aire», «asegurarse de ser telefónicamente localizables para las actividades de vigilancia de la salud», «monitorear el propio estado de salud y, en caso de que aparezcan síntomas, contactar al pediatra». Y muchas gracias por la colaboración, queridos bebés.

Lo trágico es que habrá madres celosas y zelotas que se comprometerán a seguir con la mayor diligencia posible el instructivo de la autoridad -llamémosla así, en nuestro juego de salón- si hasta toca leer acerca de la señora que, para evitar que su hijito positivo la contagie, lo lleva en el baúl del auto como no se hace ni siquiera con un perro.

En suma, un poder idiota y burlón vomita a flujo continuo sobre sus súbditos toda su inhumanidad destilada en gritos precipitados. Y los súbditos ruedan en su interior con voluptuosidad morbosa. Pero, ¿qué puede empujar a la gente a complacerse en tanta degradación?

No escribiría sobre ello si no hubiera experimentado personalmente la metamorfosis de las madres que hasta ayer nomás se presumían amorosas: hablamos de genitoras solícitas, llenas de apremios y ambiciones, listas para seguir a sus hijos en sus actividades escolares, deportivas o de diversa índole. Pues bien, llega la supuesta emergencia y, al instante, las damas se vuelven como monstruos en obsequio a los delirios del déspota de turno.

El lugar por excelencia de las más increíbles confesiones son los infames chats escolares, donde se han podido leer cuentos de terror seguidos de aplausos en efigie (hileras de manitas amarillas que se entrechocan) y palabras compungidas de comprensión y estima. Y he aquí que se lee acerca de niños positivos en el fatídico test -sintomáticos o no- encerrados en la habitación durante días y días, en compañía del teléfono móvil o el Ipad, abordados únicamente con arneses de buzo para la entrega de las raciones; de niños relegados a cobertizos en el jardín, equipados como improvisados refugios; de hijos obligados a llevar de continuo mordazas en la propia casa, incluso mientras duermen, y a permanecer a distancia; de niños mandados a la terraza para su media hora de aire sin bozal; de hijos golpeados una y otra vez sin motivo alguno.

Proezas todas relatadas con complacencia y recogidas todas con sentida admiración por parte de la colegialidad conforme. Así se comportan las buenas gentes, aquellas serias, diligentes, que se preocupan por la salud de sus semejantes. Aplausos, manitas.

Pero, ¿qué puede haber explotado en la cabeza de estas señoras? ¿Qué hechizo puede reducir a una madre a ver a su hijo como un objeto a evitar, un peligro del que defenderse?

Actitudes de este tipo, más allá de cualquier imaginación –y, más aún, su aceptación generalizada- suponen no sólo una total puesta a cero en lo crítico y en lo cognitivo, sino también y sobre todo una aniquilación humana y afectiva que, por sí sola, puede actuar como antesala para el establecimiento de la barbarie.  Era válido para nuestros viejos, condenados a reclusión en institutos de acopio y a la soledad sideral en trance de muerte. Es aún más válido para los cachorros humanos, hacia quienes al menos el instinto debería funcionar como antídoto contra el abandono.

La facilidad y rapidez con la que se ha manifestado esta combinación de lobotomía y esterilización emocional sólo se explican atendiendo a un proceso que viene de lejos. Proviene de una programática demolición de la figura femenina y de su esencia más profunda, de su rol y de su actitud natural. El martilleo obsesivo de los cerebros al son de paridad de oportunidades, emancipación, igualdad; la elevación de la carrera a objetivo fundamental de la vida; la llamada planificación familiar; el aborto libre y legalizado, la selección de los imperfectos; la fabricación en el laboratorio de seres humanos por encargo, la separación biológica entre sexo y procreación en el nuevo paradigma de la fecundación sobre modelo zootécnico.

Un coágulo de artificio ha sido injertado en la cabeza de las masas y está produciendo sus frutos dañados. Hasta el punto de tolerar que una madre, en lugar de proyectarse físicamente sobre su hijo enfermo, o triste o indefenso frente a un mundo delirante, y curarlo ante todo con el calor de su proximidad haciéndole de escudo contra todo mal, lo aísle y lo aleje de sí.

Con el concurso externo de instituciones de todo orden y grado, apagado todo receptor de humanidad, nos estamos convirtiendo en monstruos sin alma. Está cuajando el futuro psicodélico y alucinado del que jamás y nunca jamás nos prestaremos a ser parte.

 

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