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NAVIDAD EN TINIEBLAS



Si en la errabundia tenaz de sus mentes y debilitada la tradición adámica tantos pueblos paganos  llegaron a adorar al sol, esto es porque reconocían en éste no pocas notas atribuibles a la divinidad. El sol, en efecto, y entre todas las criaturas, era aquélla dotada de un poder que sólo venía a menos con la noche, de la que resultaría al cabo vencedor al clarear el nuevo día. Su majestad sobre todos los seres visibles, a instancias de su volumen y ubicuidad, era asunto incuestionable, y su calor ejercía una acción de veras providente, beneficiándose de ella todos los seres vivos y afectando aun a la materia inerte, como el curso de un río que entibiara sus aguas a su influjo, favoreciendo la proliferación de peces y el solaz del hombre. De todos los beneficios obrados por el mayor de los astros, era quizás la luz el más digamos “espiritual”: inmersos en ésta y por su medio, los seres eran capaces de reconocerse recíprocamente, advertían los contornos de las cosas y alcanzaban una vislumbre de ese foco que no podían mirar cara a cara, tal su poder cegador. Desde la distancia de la tierra, el tacto podía resistir y aun holgarse al contacto con el sol; la vista debía resignarse a las mediaciones, a contemplar al sol en las cosas, ya que no en sí mismo -lo que condice con el misterio.

De aquí que las tinieblas, no sin razón, hayan venido a asociarse con la potencia ofuscadora del demonio y hayan resultado el ámbito más propicio para el latrocinio y la prostitución. Y que la noche haya constituido como el lugar de prueba para los siervos de Dios, capaces de salir fortalecidos de ella. ¡Oh noche amable más que el alborada…! La noche, ya desde las profecías veterotestamentarias, fue asimilada como el ámbito más proclive a la manifestación del triunfo de Dios, como en aquel pasaje de Sap. 18,14ss. que la Iglesia incorpora al introito de la Misa de Infraoctava de Navidad: dum médium siléntium tenérent omnia, et nox in suo cursu médium iter habéret, omnípotens sermo tuus, Dómine, de caelis a regálibus sédibus venit. Lo que Juan del Encina tradujo en villancico:

Esta noche, al medio della,

cuando todo estaba en calma,

por nos alumbrar el alma

nos nació la clara estrella.

Motivo recurrente en las mejores letras éste de la noche que serena los ánimos, como en la Eneida (IV, 522): Nox erat et plácidum carpébant fessa sopórem córpora per terras. Mas lo que a nosotros nos urge no es la noción de calma nocturna ni la de reposo muelle, sino la del adensarse las sombras reclamando una intervención ab extra, un poder superior que corte al fin el nudo.

Pues si la Encarnación, hecha pública y ostensible en Navidad, principia la Redención consumada en la Cruz (y ésta fue “la hora y el poder de las tinieblas” desmentidas por la irresistible paradoja divina), entonces resulta congruo que el Hijo de Dios se manifestase a los hombres en lo más hosco del curso de los tiempos, allí cuando la muchedumbre de las naciones yacía en las más odiosas idolatrías y el propio pueblo elegido veía disolverse el depósito sagrado que se le había confiado en una auto-exaltación demente que desde entonces usurparía el lugar y el nombre de la antigua religión, siendo no más que una falsificación aborrecible de la misma y el fruto abortivo y agraz de una ruptura con el Dios de patriarcas y profetas.  

Pues bien: si el último siglo, como en rauda marcha concéntrica, como en embudo, ha venido anunciando a través de órganos como la novelística de anticipación o los sucesivos programas de gobierno la próxima implementación de un régimen de colmena, y se ha llegado de hecho a la enormidad de imponerle a la gente que se abstenga de respirar a sus anchas, que evite reunirse con sus seres queridos y que acepte ser inyectada con una sustancia arcana financiada por ideólogos confesos de la despoblación, y todo esto a escala planetaria y en clamoroso unísono, entonces estamos en condiciones de afirmar que nunca se ha cernido una tan espesa marea sobre las tierras emergidas y que, semejante al colapso simultáneo de infinidad de luminarias, la noche se le vino encima al mundo como un toro embravecido. Era de esperar, por lo demás: la peor de las idolatrías es la que tiene al hombre por objeto. Esta planificación social exacerbada, como se da en la utopía malsana del comunismo o en su ya experimentada y aterradora fase previa del socialismo, es la definitiva e insuperable expresión política de la religión del hombre –que, huelga demostrarlo, lejos de lograr la felicidad del mismo, culmina (en paradoja apenas aparente) en su trituración más complexiva.

«La humanidad es el único dios totalmente falso», acierta como de costumbre Gómez Dávila. Si entre los presocráticos (Tales, Anaxímenes, Heráclito) hubo quienes intentaron hallar el origen de todas las cosas existentes en alguno de los elementos de la naturaleza -fuese el agua, el aire o el fuego-, ninguno osó proponer a la tierra como ρχή. A nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido hacer del humus el principio de los seres, ni de la criatura formada con él (homo) el paradigma de cuanto existe, a no ser que se llamara Protágoras. La sentencia de Delfos era, en el fondo, una apelación a la humildad.

Incluso quienes ofrecían sacrificios humanos al sol, con todo lo que esto tiene de abominable, se habían llevado cautiva una verdad parcial a sus alforjas: en el sol veían una cierta imago Dei y el simbolismo de la naturaleza les concedía algo más que un gramo o un grano de razón. De la antropolatría no hay nada en absoluto que rescatar: es una pura mentira sin fisuras que, luego de consagrar el aborto y la eutanasia, suelta la aplanadora sobre los sobrevivientes. Y es tal la oscuridad de la hora que hasta la Navidad se ve ensombrecida con limitaciones de todo tipo para asistir a los oficios religiosos en diversas partes del mundo, y el Papa -o el fantoche obvio y desleído que reputamos tal-, al paso que lanza su furiosa ofensiva contra la Misa de siempre exhibe la más obscena de las adhesiones a la narrativa covid, cumpliendo un tránsito cuidadosamente programado hacia esa abisal y definitiva impostura que, como san Pablo lo anunció en la Segunda a los Tesalonicenses, osará emplazar al hombre en el trono de Dios.                

Aquel cínico dicho atribuido a Lenin, “cuanto peor, mejor”, deberá aceptarse como la profecía proferida por un burro. La salvación no puede estar lejos. Cunde una negrura como de ébano.  

 

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