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LA ÚLTIMA SELFIE

 


Como hay pensamientos capaces de mover montañas, así las ideas pueden engendrar civilizaciones (o hacerlas sucumbir). Pueden punzar la coordenada intangible del tiempo, esparcir su siembra en el humus-menos-que- etéreo del decurso temporal y dar lugar a floraciones sorprendentes. El subjetivismo cartesiano agravado en el solipsismo de Fichte y coyuntado con el fatalismo evolucionista que supone ineluctable el progreso y todo lo restringe a la órbita de la inmanencia, las sucesivas fábulas prometeicas urdidas con cada nueva “conquista” del mundo físico replicada en “conquistas sociales”, la unilateralidad monstruosa de cada uno de los engendros de la soberbia y la necedad humanas (cientificismo, historicismo, etc.), todo debía por fuerza culminar en símbolos pujantes y decididamente persuasivos de la conveniencia de flotar en un mundo al fin sin referencias ni espesor. Cualquier rastro de gravitas supone el destierro sin miramientos de aquel que la encarne en nuestra coyuntura histórica y, para ejemplo del diametral cambio de los hábitos operado en unas pocas generaciones, si hoy viviera el autor de The Importance of Being Earnest tendría que ironizar sobre la importancia de ser banal y de llamarse Fatuo, ilustrando así las prerrogativas acordadas a las nuevas virtudes de este mundo al revés.

Uno de los símbolos más acabados de este escenario de menudencias que consagra la pocket-mind es ese adminículo apto para todo y dotado, entre otras virtualidades, de la de fosilizar el rictus de la res cogitans en las más variopintas sazones de su existencia. El nombre de «celular» le cabe justo: se adapta providencialmente a la exaltación microscópica de lo nimio, siendo la selfie obtenida por su conducto algo así como el ombligo que se mira a sí mismo, la expresión acendrada, sin fisuras, acicalada, del “ojo que todo lo ve” de la imaginería gnóstica, desprendimiento emanativo y multiplicado hasta la extenuación de aquel pleroma que hace las veces de un dios impersonal en la maldita mitología que, de Caín al Anticristo, atraviesa la entera historia parasitando a las verdades reveladas.

Y la selfie, tomada precisamente en el acto de la vacunación, con el pulgar en alto y la sonrisa sin ángel -o más bien con la sonrisa oculta tras el taparrabos, como a cosa púdica- concentra toda esa muchedumbre de sentidos que podía agolparse en el retrato o el retrete del despeñadero histórico. Es polisémica. La vaxxie, como con neologismo se ha venido saludando esta poco saludable costumbre de fotografiarse en el momento del pinchazo tal vez fatal, trae entre líneas cinco siglos de filosofía moderna. Pone de una vez en evidencia el pesimismo antropológico latente en el optimismo histórico voceado a lo largo de toda la era ascensional del superhombre, que precede en mucho a su caracterización por Nietzsche. Exhibe la meta del humanismo, como en esa lúgubre paradoja a la que Freud sometió sus concepciones sobre el final de su vida, oponiendo a la libido un instinto de muerte cuyo fin sería «conducir la vida orgánica de vuelta al estado inanimado», es decir, «restablecer un estado de cosas que fue interrumpido por la emergencia de la vida, regresando toda vida a la existencia inorgánica de la materia».

La Iglesia ya lo sabía: o es la «vida, y vida en abundancia» que trae el Señor, o es la opción por las tinieblas. Porque la muerte que éstos se procuran, así sea por el azar de la ruleta rusa o por la vacuna de componentes confidenciales autorizada en tiempo récord, es de una imprudencia crasamente culpable que supone a su vez un cansancio y la deserción de la gloria celestial para la que fuimos creados. Es la opción por una imposible disolución “en la existencia inorgánica de la materia”, que en todo caso alcanzará transitoriamente al cuerpo ya que no al alma inmortal.

Se viene reportando suficiente muchedumbre de los efectos nocivos que  produce a corto plazo la vacuna covid como para que nadies se tenga por no enterado. Se sabe, entre otros, del incremento inusual de muertes súbitas, aquello que algunos han motejado como «repentinitis» y que hasta aparece definida en algún diccionario online: «dícese de las muertes que empezaron a darse de manera repentina tras la vacunación masiva que se produjo durante la tragipandemia». Muertes de hombres que, como costales de harina arrojados por la borda, caen para pasmo de los viandantes en medio de la vía pública, o incluso ante las cámaras de televisión mientras conducen el noticiero. La psicopandemia fue el eficaz catalizador de esta voluntad común de asumir riesgos mortales por puro gusto.

Así le pasó a Betty S., vecina de Kansas, que había sorteado con éxito una operación coronaria hace unos años, y hasta se había animado a un par de selfies osadas junto a los leones del zoológico y a un tris del tren que avanzaba sobre las vías, siempre sobreviviéndole al intento. Esta que se tomó cuando la estoqueaban con el potingue de Pfizer fue la última, siendo que parecía menos riesgosa que aquéllas. Pero ya lo supo Esquilo: “cuando el hombre corre desatentado a su destino, hasta el cielo se le adjunta y lo ayuda a despeñarse”. O aquel otro: quem Deus perdere vult, prius dementat.


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