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VACUNADOS CONTRA TODO ESTO


 

El teresiano «nada te turbe», atravesado esta vez por un aliento insospechado, es el consejo que parece haber ganado la mente de las muchedumbres ante la avalancha de medidas extremas y a todas luces desproporcionadas que se han venido implementando con un chasquear de dedos, con sospechosa unanimidad en todo el mundo. Como en un embrujo, la histeria covidiana dio rápidamente lugar a un género de ataraxia y de renuncia que hubiésemos reputado impropia de la civilización del confort. El hombre moderno, hasta ayer no más tan celoso de sus bienes de fortuna y de su supervivencia, ejemplo el más inverecundo y extremo de lo que puede el mero instinto de conservación, se trocó en su contrario con la reversibilidad de una prenda cualunque de vestir, o como las tripas gordas que en la faena vacuna se vuelven del revés para mejor limpiarlas. Así como ya no importa jugarse el pellejo a cambio de la selfie junto al acantilado, tampoco obsta entregar la dermis al pinchazo de sustancias ignotas cuya fórmula goza de absoluta confidencialidad en favor del fabricante. Ni siquiera los numerosos y graves efectos adversos ya reportados, difundidos por redes sociales, por medios ajenos al mainstream y aun de boca en boca, sirven para disuadir al común de ensayar esta ruleta rusa. Todo lo que consta de turbio y de inconexo en el relato oficial de la pestilencia quimérica, todo eso lo embolsa con beneplácito ese antropoide desnortado para el que cabe admitir por alias el de «hombre moderno».  

Parece cumplirse aquello que Freud postulaba en su Más allá del principio del placer: al cabo de una vida lo bastante epicúrea como para haber acaparado vasto elenco de sensaciones, vuelto el sujeto un tesorero de regustos concitados en el lecho sepulcral de su molicie, sobreviene el loco afán de sellarlo todo con el olvido, con la noche, con la nada. Como la muerte que acechara sin secretos tras el picaporte, como un tránsito consentido al negro irremontable abismo, el hombre se admite un intervalo entre dos suspiros o un suspiro entre dos nadas, y lo hace sin el menor conato de rebeldía, como quien bajara los párpados de plomo para alentar el triunfo de una noche sin aurora y extinguirse. Abissus abissum vocat: el bluf de la antropolatría y los derechos humanos llama a gritos al bluf de la pandemia y las vacunas. Es una vuelta de página pero, en rigor, definitiva –al menos en las intenciones.

Porque es, quizás (y así lo auguramos), la última página de la desgraciada deriva histórica que para nuestra vieja civilización se abre con el nominalismo y la deserción intelectual del tardo medioevo, y que se prolonga y agrava con la ruptura protestante, el liberalismo, el socialismo y toda la caterva de aberraciones que pudieron excogitarse con miras a la suspensión completa del sentido de la realidad. Mundo histórico que da como por descontado que no hay leyes más que aquellas que rigen al ente móvil (“física”), cuyo acrecido conocimiento ha servido hasta aquí para facilitar el dominio y avituallamiento por parte del hombre de todo aquello que concurra a aislarlo más exitosamente en la pura inmanencia. Y que si a estas rigurosas leyes inherentes a la materia, en todo caso, se permite adjuntarles aquellas promulgadas para la vida en sociedad y que se admiten como revocables de tiempo en tiempo por no estar fundadas en esencias y relaciones inmutables, esto es porque de este modo también se afirma la preeminencia del arbitrio humano sobre todo cuanto ocurre. Al tiempo que se parasita la naturaleza civil del hombre subordinándola a determinaciones preternaturales.  

Es paráfrasis de un célebre francés: cuando quiero conocer las últimas consecuencias del extravío moderno, leo las noticias policiales. Así se nos reporta por estos días la historia del “varón trans” imputado de femicidio (sic) contra una “mujer trans”, y su rechazo de la imputación por autopercibirse ahora mujer. No nos basta con que el varón se tenga por mujer y ésta por varón (y a esto alude el aditamento -trans), y que ambos se avengan a formar pareja de polos invertidos. Ni que la que mató al otro deba recurrir a la engañifa del “género fluido” -que le permitiría autopercibirse una cosa y su contraria sucesivamente- para hacer valer a la postre su verdadero sexo, aquel que trajo al nacer, y escapar así de la acusación de feminicidio (así debiera decirse, sin recorte de sílabas), delito que el derecho nuevo y siempre remozado tiene por más grave que el homicidio sin más. Ni que, de vuelta de imposturas y travestimentos, a la hórrida vista de la cárcel cierta, la imputada revele más cordura que los amañados cánones, evidenciando el absurdo de una legislación capaz de juzgar como feminicidio el asesinar a un hombre. Ya que no hay detalle en tramas como ésta que no se adscriba a la más engorrosa de las demencias. Pero acá ocurre, para mayor insulto de la inteligencia, que hasta el periodista que divulga la especie lo hace con arreglo a la “autopercepción” de estos inmundos -adaptándose más o menos como aquellos duques con Don Quijote pero sin la ironía velada de éstos-, y la noticia se redacta y se publica en obsequio de semejante entelequia. La lectura de una gacetilla de este jaez no habría sido posible hace quince años no sólo porque el hecho en cuestión quizás no hubiese podido ocurrir (el abismo transitado del mal estaría en un estadio inmediatamente previo, un peldaño más arriba), sino porque su redacción supone el empleo de una clave ideológica que la hubiera vuelto entonces indescifrable. Tal es la aceleración como de precipicio que se le ha dado a la aprehensión pervertida de todo cuanto ocurre. Pues bien: ésta misma es la sociedad en la que se impone exitosamente el mito del «enemigo invisible» y de la «nueva normalidad» asequible por cauce subcutáneo.  

Tiene razón Agamben al equiparar el comportamiento de nuestras sociedades al de los lemmings, esos diminutos roedores de la tundra boreal que -para pasmo de los zoólogos que no han sabido hallar la razón de tal comportamiento- luego de emprender migraciones colectivas que los llevan a la orilla del mar, se arrojan a las aguas a morir. Esto es cabalmente lo que ocurre con el increíble consentimiento prestado por las turbas a la dudosa panacea que les ofrecen los mega-mercachifles, y que parece de hecho un suicidio colectivo abordado como con trámite oblicuo. Porque, según resulta obvio, no se trata de un dejarse embaucar con vidrios de colores ofrecidos como gemas, de acceder a la compra de baratijas onerosas. Se trata de exponer la propia salud y la propia vida en aras del azar de un experimento en el que todo huele mal. Pero, como se sabe, covid-19 se caracteriza por provocar una notoria pérdida del olfato.  

Debemos estar vacunados contra todo esto, contra la impasibilidad novel de aquellos que, ebrios de todo, ya no le atribuyen valor a nada. Y contra el nihilismo terminal que busca algo así como un ponerle coto al discurrir del tiempo y las edades. Esta hybris de las postrimerías, cebada por la posesión de medios técnicos inauditos y por el prolongado ejercicio de conquista de la materia sin contrabalanceo espiritual alguno, prohijando una estirpe estrábica o, mejor, de cíclopes, ha decidido dar el asalto en masa a la hasta aquí inexpugnable coordenada temporal, forzando una conclusión. Dios los oiga, que ansiamos vivamente ver Su triunfo. Pero no, por cierto, repitiendo los parafrásticos versos que asoman de los labios de los coristas del covid invitando a vacunarse:

Nada te turbe, / nada te extraña. / Todo se impone / a rajatabla. / Si el jeringazo / es tu guadaña, / la vida es breve, / no pierdes nada. /¿Qué no te basta?

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