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EL SALDO DEL MIEDO

 


Es como aquel arriero que, en yendo a juntar la ternerada, presencia el pavor de la perdiz disparada de su escondrijo terrestre como un obús sordo y vibrante, la que suscita a su vez el efímero pánico de una vaquillita cuya estampida provoca la de sus camaradas de rodeo. Se trata del terror multiplicándose bajo la bóveda sideral por causas de poca monta pero de mucha capacidad de persuasión. Del mismo modo los arrieros de masas que, al paso que las llevan al matadero de cuerpos y almas, contemplan satisfechos el miedo espejándose de uno en otro rostro, de uno en otro hábito, de uno en otro moverse y actuar. Con este lazo las sujetan: con la estimulación del temor y la táctica del reflejo condicionado. Temor que maguer fuera el servil, el de quien se resiste a ser tragado por el abismo ultraterreno: más bien se trata de un temblor de hojas sin sustancia, de gentes sin fe. El último de los abortos del egotismo moderno.

Como a «hombres de poca fe» apostrofó el Señor a los suyos por sentir miedo ante un peligro certísimo como el de una tempestad en alta mar: cuánto más cabría que lo hiciera ante la descomedida, persistente y ratonil reacción que cunde hoy ante amenazas meramente nominales y teledirigidas. Nuevas variantes que emergen de las esporas publicitarias de los medios de masas a tiempos suficientemente sopesados, calibrados para obtener la reincidencia en el pánico a intervalos regulares, con la ulterior conculcación de algún derecho básico aún no pisoteado, la re-consagración del bozal y el arreo multitudinario en pos de la siguiente dosis de veneno. Porque la pérdida de la fe teologal, de la adhesión viva a las verdades reveladas por la Verdad, conlleva a la pérdida de la fiducia, de la confianza en que es voluntad de Dios sostenernos en las pruebas y que alcancemos el término glorioso. Y conduce también sin desmayos a una degradación del sujeto extrañamente consentida: acá lo que abunda es el temor animal, instintivo, ante la muerte, sin apenas mezcla de razón. Se diría, sin hipérbole, que al calor de sus conexiones neuronales-cibernéticas ha sido alumbrado el homo insipiens, engendro histórico apto para apurar el tránsito metahistórico, ya que no es dable suponer que el Sumo Juez permita la extinción siquiera virtual de la estirpe de Adán y su sustitución completa por el androide adepto a la posverdad. Basta con que ya no haya casi fe sobre la tierra para urgir el último acto de la Redención. La marca de la Bestia es hito de las ultimidades.

No estamos, pues, en unos tiempos que nos concedan la presunción de suponer que estamos lejos del fin de los tiempos. Más bien lo contrario. El miedo aparece, entonces, como la disposición más adecuada para recibir el anti-Evangelio del enemigo. Es la disposición que se prolongará, ya más fundadamente, en aquellos sobrevivientes de los sucesivos flagelos anunciados para las postrimerías, que correrán a esconderse «en las cavernas de las peñas y en las aberturas de la tierra, ante la presencia espantosa del Señor y el resplandor de su majestad, cuando él se levante para herir la tierra» (Is 2,19). Es la disposición que el Bautista les reprocha a los fariseos y saduceos que venían a bautizarse: «raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente?»  (Mt 3, 7).

La ira inminente, misteriosamente presentida, favorece esa atmósfera moral de pánico sin objeto preciso, capaz de colmarse con fábulas y recreaciones en vivo de las catástrofes cinematográficas. Como esos animales que presagian los terremotos, nuestros contemporáneos han creído hallar un motivo lo bastante convincente como para cagarse en los fondillos. O bien: se les ha ofrecido un motivo postizo para ello, y lo asumieron sin dudar. Desmentidos por la realidad, aciertan muy a su modo, anticipando días de veras terribles para quienes no esperen la venida gloriosa del Señor.

  

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