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LAS PARADOJAS DE LA MODERNIDAD SUICIDA



El subjetivismo moderno no hará ciertamente de Perogrullo su autor de cabecera, ni  prestará oídos a los refranes ancestrales, ya que éstos suponen la prolongada sedimentación de un saber corroborado por unas cuantas generaciones sucesivas: lo más opuesto a la insularidad solipsista. Que la perspectiva personal pueda influir en la percepción que se tiene de las cosas no hay dificultad en admitirlo; que “según el color del cristal con que se mira” una gallina con sus diez o doce pollitos pueda constituir un ejército temible, sobre todo si uno adopta el criterio del gusano o la lombriz, no puede ser objeto de discusión. Pero la gallina permanece gallina y lo mismo ocurre con sus pollitos, con el gusano y la lombriz, porque los entes reales entrañan una sustancia con determinaciones que le son propias e inalienables. Esta certeza mejor o peor formulada se presume siempre en el sujeto desde que el precoz desarrollo de la inteligencia, ya en su niñez, le permite elaborar los primeros conceptos a partir de las primeras y más paladinas evidencias. Nadie que profese el esse est percipi (al modo de Berkeley y sus retoños) puede ser consecuente hasta el final con esta falsa premisa que repugna de suyo a la naturaleza del acto intelectivo: éste reclama, en efecto, la independencia ontológica del objeto tanto como desecha al monismo (la confusión de las sustancias individuales) como a traspié de la inteligencia. Sólo una grave tara, la imbecilidad a secas –que no es, de todos modos, el atributo de los filósofos que se lanzan, en infructuoso cometido, a estructurar una realidad paralela a la del ser- puede hacer admisible que no se alcance esta elemental certidumbre de la existencia de un orden real objetivo.  

Es cosa de veras notable que toda una civilización en  su conjunto pueda, en un determinado momento de  su desarrollo histórico, empezar a coquetear con el funesto principio de indeterminación. Como en el diálogo entablado por Eva con la serpiente antigua, esta curiosidad inicial por el abismo acaba, si el proceso no se rectifica a tiempo, por un loco lanzarse de bruces al vacío. No por nada Parménides había asentado aquella sabia precaución: «las únicas vías concebibles de investigación son “es y no puede no ser” y ”no es y tiene que no ser”». Y poco después, en consecución de lo dicho: «el ente es porque puede ser, mientras que “nada” no puede ser. Esta es la primera vía de investigación de que te excluyo. Pero, en segundo lugar, te excluyo de esta otra vía, la que siguen errantes los mortales que no saben nada, bicéfalos, pues el desvalimiento es el que rige en el interior de su pecho una mente errabunda: se ven arrastrados, sordos y ciegos a la vez, pasmados, gente sin juicio, que están en la creencia de que ser y no ser es lo mismo y no lo mismo, y de que de todas las cosas hay un camino de ida y vuelta».

La defección de la inteligencia, impetrada sin dudas por una voluntad viciada, cuando cumple a los elementos rectores de una sociedad –a sus gobernantes civiles, a sus maestros, a sus hombres de ciencia-, se extiende bien pronto como un tumor, amenazando ruina para el entero edificio social. Esto lo supo a la perfección la Iglesia en aquellos mejores tiempos en que condenaba taxativamente a la herejía, contando con el auxilio punitivo de un poder secular que se sabía parte de la misma empresa. La historia moderna debe ser explicada, en esta clave, como la historia de una evasión “bicéfala, de mentes errabundas”, que dio paulatinamente lugar a la sustitución de unos principios por otros, de unas instituciones por estotras, hasta alcanzar, por la fuerza misma de las cosas, la culminación y finiquito de todo aquello que estaba contenido in nuce en sus premisas.

Fueron muchas y múltiples las mudas operadas, pero vengamos -por la amplitud que alcanzan sus efectos- al tránsito de la concepción clásica-aristotélica del Estado (luego asumida por la Cristiandad), cuya  finalidad consiste en la vida feliz y virtuosa de sus súbditos, a aquella otra concepción, la moderna, que hace del Estado un mero garante de los intereses particulares. Pues aunque estos intereses puedan y deban subordinarse a la justicia, que es la virtud que regula la vida política (y esto verificaría el inexcusable enlace entre una y otra concepción), lo cierto es que la idea de virtud está animada por el sentido del deber tanto como la de interés lo está por la noción de derecho o prerrogativa, y es allí donde se establece el hiato irremontable que da lugar a dos tipos contrapuestos de sociedad.

La sociedad que consagra los derechos humanos también elabora su propio concepto de felicidad, ya que no se puede rehuir del todo el principio de finalidad, teniendo el derecho razón de medio. Pero la “felicidad” aquí apuntada resulta de la demente exaltación del sujeto como absoluto. Es cierto que la fantasmagórica sociedad resultante de estos principios reclamará siempre alguna regulación para garantizar la cohesión necesaria y retrasar la autodestrucción inherente a los mismos, pero esto lo hace, en definitiva, incurriendo en flagrante inconsecuencia: la principalía del sujeto debe desconocer, por fuerza, cualquier forma –por ínfima que ésta sea- de renuncia y restricción. Cuanto mucho, y cuando la sociedad ya sufrió la inevitable atomización aviada por la aplicación de aquellos principios, se ensaya la vía tramposa del “colectivo” en el intento de conglutinar los más ebrios egoísmos bajo la apariencia de una sociedad menor, de un grupo. Es el magma de la “diversidad”, en el que la complicidad de los átomos humanos no puede ocultar el aislamiento definitivo del yo, el abismo del propio ombligo en aquellos cuius venter deus est.

La política y la sociedad hoy están regidas por gente que encarna sin fisuras esta concepción -si es que se puede hablar de «concepción» en disposición de suyo tan estéril. Tanto que no hay propósito, por monstruoso que sea, que no se haya puesto por obra y no haya sido incorporado al acervo de hábitos de la especie: ahí están, para comprobarlo, las guerras del último siglo, con la aplicación de esa abominable novedad bélica del bombardeo de población civil indefensa; ahí están la legalización del aborto y del asesinato de ancianos bajo el eufemismo helenizante de «eutanasia». Y la quimera diabólica del transhumanismo, con la manipulación y retorcimiento de las leyes de natura aplicados a la estirpe humana. Nuestras generaciones respiran sin mayores sobresaltos la atmósfera moral que resulta de estos usos y costumbres pervertidos y universalizados. Pero hay más, porque era menester que hubiera más.

Y lo que sigue es -a modo de pase de magia, y sin rebaja en estas cotas de monstruosidad alcanzadas, que conservan toda su vigencia- la supresión repentina de los derechos y garantías que, como gases presuntamente bienhechores, habían trepado a un punto de saturación en la maquinaria democrática de las libertades civiles. Llega el aguafiestas de la peste, real o fabricada (y, en todo caso, magnificada a designio en el reino bogante de la “virtualidad”), y toda la armazón conceptual de los derechos omnímodos y todas las liberalidades adquiridas se ven inmoladas para garantir la amenazada conservación de la especie. Y podrían seguirle, por qué no, el colapso preanunciado de la internet y del suministro de energía eléctrica. Y del dinero en efectivo. Y los azotes debidos al cacareado cambio climático, de amplia difusión, en tiempo real, por todos los órganos de la masificación de las emociones. Plagas y catástrofes todas que concurren a concentrar el poder hasta el paroxismo en las élites a grupas del planeta, y a justificar un avance totalitario nunca antes aplicado a aquel cardumen medroso de la humanidad. Es el socialismo del siglo XXI y muy probablemente del fin de los tiempos, un aparato despótico de control que ni el imperio inca en lo más álgido de su pesadilla, ni Egipto y Sumeria enancados sobre mareas borbotantes de cautivos pudieron consolidar con tan indiscutido éxito.

Lo que constituye todo un signo es la credulidad de las masas a los criminales que, casi a libro abierto, exhibiendo obscenamente sus propósitos, las conducen al abismo. No como en el retruécano de Bartolomé Leonardo de Argensola: ¿cómo creerá que sientes lo que dices / oyendo cuán bien dices lo que sientes?, acá se les termina concediendo el mayor crédito a aquellos que habían organizado un simulacro de pandemia cuarenta días antes de vocear el caso cero del covid, y que no se cansan de anunciar los venideros públicos estragos que los tendrán por seguros beneficiarios. Así, aquellas generaciones aleccionadas por los “maestros de la sospecha” (Marx, Freud, Nietzsche) en sus miríadas de divulgadores, han venido a ser las menos suspicaces respecto de los propósitos de los directores del caos. Es otra paradoja en nuestra hora de contrapasos.

       

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