Ir al contenido principal

CATÓLICOS POR EL RELATO


Corrió ya más de un año y medio desde que las primeras perplejidades ante el bombardeo noticioso por la pandemia o su alias cedieron su lugar a las primeras suspicacias. No faltó entonces más de un avizor que maliciara algo raro tras la sincronía, la sintonía y la ubicuidad de un relato que acomunaba a oficialismo y oposición política aquí y allá, sin apenas fisuras ostensibles. Y no había que ser tampoco un portento de clarividencia para recordar los hábitos fraudulentos de la gran industria de las comunicaciones, capaz de sacar de la galera no digamos un conejo sino un tupido ejército de gazapos presentados como hechos históricos incontrovertibles. A más, arreciaban hic et nunc las lagunas narrativas, las aporías lógicas, las decisiones políticas desproporcionadas, la alarma ciega ante el afamado “enemigo invisible”, la sordera a cualquier conato de contra-argumentación.

Ya por abril de 2020, en su propia página web, Giorgio Agamben, hombre de izquierdas pero inteligente, ponía en consideración tres cuestiones. La primera, relativa a los cuerpos de los fallecidos: «¿cómo hemos podido aceptar, sólo en nombre de un riesgo que no era posible precisar, que nuestras personas queridas y los seres humanos en general no solamente murieran en soledad, sino que –cosa que no había nunca ocurrido en la historia, de Antígona a nuestros días- sus cadáveres fueran quemados sin funeral?». La segunda, asimismo, que «sólo en nombre de un riesgo que no era posible precisar, hemos aceptado sin hacernos demasiados problemas el limitar en medida inaudita en la historia de nuestro país (el del autor, i.e.: Italia), lo que no ocurrió ni siquiera durante las dos guerras mundiales, nuestra libertad de movimiento». Cosa que conllevaba, naturalmente, el suspender de hecho los lazos afectivos y de amistad, siempre «en nombre de un riesgo que no era posible precisar (…) ya que nuestro prójimo se había convertido en una posible fuente de contagio». Finalmente, y como conclusión: «esto ha podido ocurrir –y esto toca a la raíz del fenómeno- porque hemos escindido la unidad de nuestra experiencia vital, que es siempre inseparablemente corpórea y espiritual, en una entidad puramente biológica por un lado y en una vida afectiva y cultural por el otro». Como aduce el autor, grande es la responsabilidad de la medicina moderna en esta escisión, «que se da por descontada, y que supone sin embargo la mayor de las abstracciones».

Los meses sucesivos a estas observaciones de Agamben permitieron comprobar algunas ulteriores derivas, a tenor de las medidas adoptadas para fomentar la psicopandemia: la rápida destrucción económica de los sectores medios y el mayor empobrecimiento de los que ya eran pobres, junto con las ganancias estratosféricas obtenidas por los beneficiarios del nuevo estado de cosas (Big Tech y Big Pharma, sectores en los que el gran capital circula de uno a otro por esa capilaridad inherente a las entrañas de Mammon: se sabe que Bill Gates financia poderosamente a la industria farmacéutica). A más, muchos hemos tenido algún pariente o allegado fallecido por cualquier otra causa pero catalogado oficialmente como víctima de covid, habiendo recibido de los propios médicos la confirmación de que “el hospital percibe un subsidio extra por cada muerto (real o ficticio) de coronavirus”, lo que supone una auténtica cadena de corrupción de alto en bajo, desde los organismos de crédito transnacionales, pasando por el Estado, hasta los mismos centros de salud con sus directivos y empleados, dejando al descubierto la voluntad de imponer un cuadro de situación falaz. En paralelo, porque «no hay nada tan secreto que no venga a descubrirse», quienes a esta altura de los hechos buscaban información confiable al margen de los medios del régimen venían a enterarse de que los test empleados para la detección del covid habían sido desautorizados por su propio inventor, fallecido providencialmente unos meses antes del inicio de la “pandemia”, ineficaces de todo punto para el diagnóstico de enfermedades y sólo útiles para “inflar” descomedidamente el número de casos. Y que esos pocos médicos que exponían su carrera y su matrícula reclamando un debate científico eran llevados a la cárcel como los peores delincuentes.

Pasaron unos meses más y llegó la pócima experimental impuesta coercitivamente como panacea, el reporte de innumerables efectos adversos de la misma (incluyendo la muerte) junto con la inmunidad penal otorgada a sus fabricantes para el caso de que se multiplicaran tales estragos, más el cínico reconocimiento de parte de las autoridades de que las sucesivas dosis no impedirían el contagio, ni la propagación de la enfermedad, ni siquiera la muerte a causa de la misma. Y como apéndice siniestro de toda esta impostura, y como si lo anterior no fuera suficiente, llegó la progresiva imposición del “pasaporte sanitario” que restringe arbitrariamente la libertad de desplazamiento e incluso limita la posibilidad de conservar el puesto de trabajo a condición de contarse entre los inoculados.

Este sucinto balance de evidencias podría ampliarse indefinidamente, incluyendo la absurda obligación del uso de un bozal que se señala como ineficaz para protegerse del contagio al tiempo que resulta nocivo para la salud al impedir la buena oxigenación del organismo. O la suspensión repentina de todas las restricciones vigentes cuando las circunstancias así lo sugirieran, como en el velorio de Maradona, pergeñado por el propio gobierno argentino para un millón de asistentes luego de haber mantenido por meses a la población en el más demencial de los confinamientos. Quienes no estén obstinados en cerrar los ojos ante lo obvio ni adopten una actitud fideísta para con la patraña oficial saben que habría muchos más datos que añadir al recorrido aquí ensayado: lo dicho, en atención a la brevedad, basta y sobra para dar cuenta del carácter crasamente anómalo de todo cuanto orbita en torno de este asunto.    

Lo que, por eso mismo, causa extrañeza, es la tesitura de algunos que supondríamos de nuestras propias filas y que se han lanzado públicamente a avalar la mentira pandémica. Como Paco Pepe de la Cigoña, cuya pluma, por lo rentada, es admisible que pueda exigirle algunos límites. Lo que ya se había comprobado fehacientemente luego del último cónclave, cuando aquél retiró un artículo que había escrito pocos años antes acerca de Bergoglio como «plaga de Egipto para la Iglesia argentina, o las siete juntas», olvidando de paso que las plagas de Egipto fueron diez. El artículo, que transcribe la carta de un feligrés de Buenos Aires acerca de este pestilencial flagelo por entonces en local vigor, fue rescatado afortunadamente por un sitio ajeno al autor, quien muy de a poco, a expensas quién sabe de qué venia, acabó recuperando su postura crítica para con el otrora cardenal hoy devenido papa, aunque sin alcanzar nunca a igualar el acento de aquel viejo y demoledor artículo. En lo referente al montaje del covid, y volviendo a nuestro tema, prefirió reservar el garrote para con los que desmienten la versión oficial, hastiado quizás de tanta denuncia que, por lo bullanguera y por la gravedad de su materia, obligaría a tomar una incómoda posición. Son los riesgos de tener que vivir de esta actividad: De la Cigoña, de la Pecunia en pos, y a toda prisa, se refugia en el silencio. Pues va contra las leyes aeróbicas el hablar mientras se está en carrera, y bien consta que por la plata baila el mono.

Otro caso es el de Wanderer, quien viene destilando a gusto ironías destempladas contra los “conspiracionistas”. Muy a diferencia del daimon de Sócrates, que lo compelía a echar mano de un tal recurso para alumbrar la verdad escondida a las mentes, la ironía de nuestro escriba es el grano de arena -o de incienso- que éste se sirve aportar para la consolidación de una farsa que ni siquiera reclama sus servicios. Lo hace de puro libérrimo, al menos en este único respecto. No así en lo tocante a la vanidad personal, al esnobismo de manual que supuran sus bravatas, que al apartarlo de la verdad lo vuelven menos libre. Porque en el afán de suscitar adhesiones fáciles y rechazos sulfurosos, fiel a su estilo, Wanderer lanza estiletazos que impactarán en una parte considerable de sus lectores, en una esgrima que ya viene practicando a propósito de asuntos eclesiásticos y que ahora extiende a temas de política sanitaria (que, como todos sabemos, han venido a ser temas de política a secas, tal como lo sería la institución de una tiranía), caricaturizando a los objetores del relato oficial y desconociendo a sabiendas las muchas y consistentes razones que pueden oponerse al mismo. Mella quizás de la declamada anglofilia del autor, el individualismo tout court parece informar ese gusto por el “juicio original”, por la conclusión insospechada que viene a estrellarse en las barbas de los “propia tropa”, en un ejercicio estéril que sólo sirve a debilitar la resistencia cristiana al asedio de los tiempos. No le fue suficiente tirarse contra el Magisterio, buscarle la mota a san Pío X o adoptar el epíteto de “ultramontano” –acuñado, como se sabe, por el enemigo- como arma arrojadiza contra católicos menos liberales que él. Ahora se le dio por despachar para más adelante la mera posibilidad de que nos hallemos en tiempos esjatológicos, glosando a su manera aquel versículo de la Segunda de Pedro (3,4): «¿dónde está la promesa de su venida? Porque desde que los padres durmieron, todo continúa tal como estaba desde el principio de la creación», y con no menor voluntarismo establece la inminente conclusión de la “pandemia de coronavirus” sin mayores ni duraderos efectos en la sociedad, pese al ritornelo amenazante de los mismísimos gerentes de la peste acerca de que “nada volverá a ser como antes”. Al mismo tiempo que se despega así de los “loquitos” que ven complots en todos lados, retoma toda una ofensiva intestina, endógena, lanzada a deshora, doblemente eficaz por combinarse con numerosos juicios certeros (sobre otros asuntos, que no éste) que mantienen cautivo el interés del público “tradi”. Y lo confunden.

Más relevante, con menos de opereta o de entremés bufo que el de los precedentes, es el caso de Roberto De Mattei. El insigne historiador vino librando una guerra sorda contra monseñor Viganò, con alusiones al mismo apenas veladas, irritado al parecer por la oposición frontal del prelado a los planes globalistas enancados en la inducida crisis sanitaria. Traducidos a nuestra lengua se han divulgado algunos capítulos de la reyerta, como las insidiosas y sofísticas Diez preguntas a los antivacunas, que fueron pronto y oportunamente respondidas en nuestro ámbito. Lo que no circuló en castellano fueron las acusaciones frontales hechas por De Mattei a Viganò de contar con un ghost writer que le escribiría los textos puestos bajo su firma, y la aseveración de haber incluso detectado la identidad del mismo a través de un riguroso examen estilométrico. Con esto pretendía desautorizar al obispo, que se defendió alegando que los textos que divulgaba eran de su propia pluma. Lo que no paró ahí, si no que motivó en De Mattei un abundamiento en la cuestión del presunto escritor-fantasma, desvelando su nombre y apellido y dando cuenta de desvíos morales que le serían atribuibles, lo que indirectamente recaería sobre monseñor Viganò, por lo que era conveniente que éste se despegara de tal influencia. Es decir, y hablando en plata: que cesara en sus denuncias contra la colusión del «Estado profundo» y la «Iglesia profunda», tal como el obispo dio en llamar a las dos entidades asociadas para la consecución del «Gran Reseteo» abiertamente postulado en las tenidas mundialistas. La disputa se truncó por la intervención de terceros justamente indignados con el historiador, que parecen haberlo hecho sopesar la oportunidad de cesar en sus ataques antes de verse obligados a exponer los rastros de su connivencia con alguno de aquellos clanes de endémica ilegalidad en la sociedad itálica.   

Quien habló, entre otros, y poniendo negro sobre blanco, fue don Elia, un sacerdote, en su propio blog: «afirmar de manera apodíctica, sin el auxilio de una prueba, sólo sobre la base de un propio análisis de los textos, que un conocido prelado no hablaría de manera autónoma sino bajo el dictado de un presunto apuntador oculto que, no obstante la neta desmentida de parte del interesado, se pretende nada menos que identificar con precisión, es cosa que sobrepasa ampliamente los límites de la decencia. Sin entrar en la evaluación moral y legal de semejante acto –de todos modos gravísimo– nos limitamos a relevar la inconsistencia del juicio y la incongruencia de tal acción. Aquel que imputa a otro como fruto de una falsificación un presunto cambio de estilo y de ideas, tendría que explicar el propio cambio de tesitura en lo relativo a los productos derivados del aborto y al Magisterio actual, hasta ayer ferozmente criticado y hoy invocado de manera categórica para el sostén de una tesis artificiosa que no rige ni para el sensus fidei ni para el sensus communis […] Era ya fuertemente embarazoso  que un profesor de historia se hubiese metido a pontificar en temas de teología moral, campo en el cual no tiene ninguna competencia, e insistiese en esto con una obstinación que no desprecia medios mezquinos y descalificadores, como la deformación de las posturas contrarias y la detracción de quien las expresa, en lugar de optar por una serena y tranquila argumentación capaz de replicar sensatamente las objeciones. No alcanzando a admitir que un hombre de tal cultura e inteligencia no se dé cuenta de esto, nos vemos compelidos a buscar una explicación en otra dirección. La fuerte impresión es que la defensa a ultranza de la licitud de la así llamada “vacunación” esconde intereses de otro género». ¿Cuáles serían?, nos preguntamos, sin acertar a responder ni siquiera por vía de hipótesis plausible. Acá fue cuando intervino don Curzio Nitoglia recordando el pasado de Di Mattei (así lo llama él, sosteniendo que fue su padre quien modificó el apellido original por asuntos que lo comprometían con la ley) en la TFP fundada por Plinio Corrêa de Oliveira, mentor suyo de cuyas premisas doctrinales él estaría sacando las conclusiones lógicas.

Aduce Nitoglia que la doctrina de la TFP prohíja tres errores que acaban teniendo sensibles consecuencias en su propuesta política. El primero es la suscripción de la Revolución moderna a la masonería exclusive, sin la menor alusión al judaísmo talmúdico o «sinagoga de Satanás» que inspira y alienta a esta última desde su fundación. Y trae a cuento el testimonio de hebreos notorios convertidos al cristianismo o que quedaron tales, como Bernard Lazare, quien afirmaba que en la cuna de la masonería se hallaban hebreos cabalistas, o el de Joseph Léhmann, para quien “resulta incontestable que en el judaísmo hay una predisposición a la masonería”. La masonería, regada y abonada por el judaísmo talmúdico, sería así una especie de “conventículo máximo que recoge todas las sectas secretas sólo para los goyim, las cuales combaten a la Iglesia y a la justa autoridad política para poder difundir la subversión en todo el mundo y abatir todo orden natural y sobrenatural, impidiendo de hecho cualquier intento de restauración” (cfr. León XIII, encíclica Humanum genus, 1884). Revolución y contrarrevolución, el texto capital del profesor Plinio, omite el papel del judaísmo talmúdico en la larga historia de la conspiración anticristiana (siendo que aquél fue el que tramó la muerte de Nuestro Señor y la persecución ulterior contra la Iglesia), haciendo de la masonería la secta-madre o la madre de todas las sectas, lo que le impide remontarse a la causa histórica última de esta guerra que en realidad no es apenas tricentenaria sino más bien bimilenaria.

El segundo error atribuible a la doctrina de la TFP, en el análisis de don Nitoglia, es la pretensión de que sólo la masonería latina (francesa, italiana, española/iberoamericana), por su talante rabiosamente anticlerical, sería incompatible con el cristianismo, pero que podría buscarse una conciliación con la más moderada masonería inglesa y angloamericana. En un error similar habían incurrido Edmund Burke y Joseph De Maistre. Los neo-con y teo-con arracimados a los flancos de Plinio tendrían por anacrónicas las 586 condenas formuladas contra la masonería desde Clemente XII en su encíclica In eminenti (1738) hasta Pío XII, ya que aquellos papas no habrían conocido la distinción entre las dos masonerías que éstos sí postulan. Se trataría, para ellos, de una mera cuestión de urbanidad, ya que el deísmo difuso o la libertad concedida por la masonería a sus miembros de creer en Dios tal como Cristo lo ha revelado, a condición de que lo hagan de manera subjetiva y kantiana, sin exclusión de nadies, sería suficiente para admitir una alianza de la Iglesia con la misma. De ahí que distintas corrientes y entidades dimanadas de la TFP, como la Alianza Católica de Cantoni e Introvigne, o la Lepanto Foundation de Di Mattei suelan reincidir en el tópico todo suyo de que la masonería anglosajona y angloamericana tienen mucho en común con el catolicismo, y que la civilización norteamericana y la OTAN (E.E.U.U., Europa occidental e Israel) podrían constituir un nuevo Sacro Imperio que oficiara de antemural para la Iglesia contra el peligro del comunismo y el Islam.  

Finalmente, el tercer error que nuestro autor les endilga es el de reducir los motores de la subversión personal a los solos dos del orgullo y la sensualidad, siendo que la Sagrada Escritura añade a estas dos concupiscencias la de la avaricia o vana curiosidad, que es el apego desordenado a los bienes terrenos y el deseo frívolo de saber lo que ocurre en el mundo (“concupiscencia de los ojos”). Revolución y contrarrevolución omite paladinamente toda alusión a esta fuente de desorden personal, siendo que la avaricia es más grave aún que la lujuria por tratarse de una concupiscencia no directamente carnal sino espiritual. Así como la soberbia es principio en el orden de la intención del mal, el Aquinate constituye a la avaricia en principio en el orden de la ejecución del mismo, ya que el dinero ofrece la posibilidad de satisfacer todos los deseos malvados e incluso aquel de la propia superioridad. No lo desarrolla explícitamente nuestro autor, pero puede descontarse que esta omisión en la doctrina de la TFP determina una peculiar complexión política fácilmente favorable a una praxis de acaparamiento de poder a cualquier coste, aunque esta praxis se pretenda subordinada a un fin loable (la exaltación de la Iglesia, v.g.). El mundo moderno -huelga recordarlo- corre expedito por esta avenida. Tanto, que la mayor parte de quienes se lanzaron a la palestra pública con el fin de aplacar los males y promover el bien social acabaron fácilmente absorbidos por esta dinámica, y el peculado se convirtió en el principal delito de los bienhechores de la humanidad ascendidos a puestos de gobierno. No sería impensable, en base a estas comprobaciones, que debajo de su capa de católico contrarrevolucionario Di Mattei nutriera alguna concreta simpatía hacia los Biden et al., compaginándolos con los rasgos de san Luis IX o Carlos V. Y que avalara las alianzas con los poderosos, suponiendo a la usura un factible auxiliar para la consecución del Reino de Cristo en la tierra. 

La adhesión de los católicos al relato pandémico puede admitir, pues, las más diversas inspiraciones. Todas reprensibles, desde ya. Todas reconducibles a la épica banal de haber abrazado la causa equivocada.

Seguidores

Otros sitios pestífugos