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ACÁ NO HA PASADO NADA



La osada expresión grabada en el reverso del escudo de Estados Unidos ya en 1782, Novus Ordo Saeclorum, y luego en el envés del dólar desde 1935, anunciaba con diafanidad el carácter de los tiempos que pretendían inaugurarse a uno y otro lado del Atlántico a partir de aquel siglo XVIII. El hombre moderno, fundamentalmente operativo, lanzado en fuga hacia adelante a la conquista de la plenitud inmanente, encarnaría en masa aquel antiquísimo sueño de predomino técnico sin fisuras que en Caín había tenido su iniciador. El «seréis como dioses» al que asintieron Adán y Eva no hubiera podido identificarse con esta aspiración ya que ellos, en el estado de naturaleza original -cuando fueron tentados- gozaban de hecho de un poder indiscutido sobre la Creación y no sufrían necesidades. Fueron estas necesidades y su espolón quienes dejaron su marca ígnea en la conciencia del hombre rebelde que ya no sólo no aceptó su condición creatural (lo que fue la causa de la defección de Adán) sino tampoco las consecuencias del pecado. La rebelión ante el dolor y la muerte y el voluntario rechazo de aquel saber soteriológico que Dios tuvo a bien comunicar a nuestros primeros padres apenas consumada la caída (el llamado proto-Evangelio) inspiró al hombre el desvarío de erigirse en taumaturgo sin santidad, tal como ocurrió con Simón el Mago y los alquimistas. O más rudamente en un tirano, cuando se alcanzara ascendiente pleno sobre los demás hombres: las innúmeras sociedades históricas degradadas bajo la figura del déspota (incluido, desde luego, el despotismo democrático de la turbamulta) dan perfecta cuenta de esta deserción de la eternidad a la que es proclive el hombre desde su expulsión del Paraíso. Mismo estado de cosas reflejan las religiones aberrantes que, merced a técnicas prescritas, pretenden hacer cautivos a sus falsos dioses para arrancarles algún beneficio, entrando con ello en comercio directo con los demonios.

Adán y Eva fueron tentados con un imposible: el cambio de su condición óntica, el trueque de su «eviternidad» (que contrae en uno aevum y eternitas, cosa propia de criaturas racionales, cuya sustancia espiritual no muere jamás pero reconoce un origen temporal) por la eternidad incausada. Se les ofreció el absurdo de llegar a ser como Aquel que Es, lo que entraña el desatino de pretender alcanzar a través de la potencia el Acto puro, que no sufre transiciones. Después de la caída el disparate de tal engaño resultó demasiado evidente: todos hemos experimentado nuestra debilidad, que no tiene ni rastro de divina ni puede encaramarse a esa perfección si no le es participada, y nos sabemos mortales desde que vemos de niños morir a nuestros prójimos. Ahora la suprema tentación estriba en vivir en el estado de «potencia pura», entendida ésta cabalmente en su doble acepción de «poder» y «posibilidad». Esta rebelión, consistente en rechazar las promesas divinas a cambio de una autorrealización indefinida en el marco de leyes dimanadas del solo arbitrio humano, es la que informa a la contra-tradición en todas sus variantes, con arcaico ápice en Babel y con consumación ventura en la Babilonia esjatológica.

Por mucho que se le parezca en punto a hybris, entonces, el ferviente delirio del transhumanismo no puede igualarse a la tentación consentida por la primera pareja humana, que ante todo no había experimentado (mientras aún no pecó) el pavor de una muerte segura e inevitable. Prolongar indefinidamente la esperanza de vida a instancias de un implante tecnológico bajo la piel, tal como lo viene pergeñando la ingeniería metantrópica, con sensores de enfermedad para que ésta sea neutralizada en sus mismos albores pero con renovación periódica de la memoria-ram personal, al precio de la “pérdida de datos” y, por consiguiente, del desmedro de la propia identidad –de la continuidad de la experiencia vital- constituye a todas luces, y por muy sorprendentes que sean los alcances del ingenio del hombre, un remedo por demás desleído de la bienaventuranza eterna -que es lo único que verdaderamente deseamos, por ser vocación que Dios nos infundió al crearnos. Y aun ni siquiera, ya que aquí se trata apenas de satisfacer dudosamente el mero instinto de conservación, y poco más. Viva la gallina, aunque sea con su pepita. Se podrá por ventura vivir cuatrocientos años una vida de conexiones electromagnéticas sintetizadas con algún jirón de vida orgánica, pero no se alcanzará aquella plenivivencia capaz de justificar todas las renuncias presentes.

Sin embargo, y desde las primicias de la historia, el hombre apuesta por esta parodia de plenitud. La acumulada experiencia de las edades, cristalizada en el mayor bagaje científico-técnico aplicado a este fin espurio, más el abatimiento ostensible y sucesivo de todos los obstáculos a la confusión, los de orden natural y sobrenatural (la monarquía, la tradición, la familia, el principio de autoridad, el papado y la misión de la Iglesia, etc.), han ido favoreciendo esa «aceleración de la historia» que no puede sino ocurrir en obsequio de su próximo fin. Lo que podría justificar, en alguna medida, la frívola aseveración de que, en vistas del momentáneo apaciguamiento de la histeria desatada por la crisis “pandémica”, acá no haya pasado nada.  

No ha pasado nada que no estuviera contenido en germen en la antigua rebelión. Nihil novum sub sole. Ni ha pasado nada fuera de los planes de aquellos malévolos timoneles de los tiempos que, sitiando “el campamento de los santos” (la Iglesia y lo que quedaba de Cristiandad), se han decidido a imprimirle mayor vigor y vértigo a esa marcha hacia el abismo que identifican con la autorredención del hombre de todas sus cuitas. No ha pasado nada: se ha alcanzado apenas un nuevo y decidido hito en la conformación de esa proyectada república universal que, en nuestros días de pandemias imaginarias y chanchullos de boticarios, la estadounidense Shoshana Zuboff motejó como “capitalismo de vigilancia” y que bien podría coincidir en sus líneas con el “socialismo del siglo XXI”, según otro nombre que alcanzó fortuna queriendo significar quizás algo distinto. Un régimen político universal impuesto bajo el signo de todo un trastorno psíquico: aquel que llaman disonancia cognitiva, por el que las masas hasta ayer nomás convocadas al banquete de los derechos más amplios hoy se ven compelidas a renunciar incluso al oxígeno.

Nadie que no sea un tarado o un hipócrita puede dejar de ver, a esta altura de los hechos, la causalidad que vincula la declaración de una pandemia cuyo virus no fue nunca aislado (según los informes de los propios organismos oficiales) con la imposición de una vacuna experimental que aplica un método nuevo no basado en el usual principio del “virus atenuado” (lo que no hubiera sido posible por aquella misma razón) más la sucesiva exigencia del “pase sanitario” habilitante para continuar  la vida civil. Es una triple concomitante estafa que, para mayor evidencia, cuenta desde el primerísimo momento con el aval acrítico de aquel judas al descubierto que es Bergoglio, quien ahora sale a reclamar censura y bala contra las fake news y las teorías conspirativas. (El taimado de De Mattei, post scriptum, al cabo de un prolongado exordio relativo a la historia de las pestes y a la actuación de la Iglesia a su respecto, nos ofrece el ejemplo del malhadado Luis XVI de Francia, quien se hizo aplicar con toda su familia una entonces novedosa vacuna contra la viruela. Se trata, es obvio, de forzar alguna imposible analogía con la actualidad a los fines de alentar conductas. Es factible que a la vista de tantas potenciales ratas humanas de laboratorio el ítalo historiador sienta veleidades de flautista de Hamelin. Pero ya le vamos conociendo la melodía -que es ostinato, bah- como para llamarnos a engaño.)    

         

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