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COVID Y GUERRA SEMÁNTICA



Uno de los auxilios remotos con los que pudo contar la escenografía de catástrofe montada hogaño en el orbe mundo fueron las sucesivas redefiniciones del concepto de “pandemia” a instancias de la OMS en las últimas dos décadas. En efecto, en medio de varios fallidos intentos de instalar una alarma mundial ante los brotes de SARS (2003), gripe aviar (2005), gripe A, o bien H1N1 (2009), Mers-CoV (2014) y ébola (2014-16) y antes de que pudiera ocurrir como en la conocida fábula del pastorcito y el lobo, la gran burocracia sanitaria se resolvió a re-semantizar por decreto una palabra ya en uso, haciendo de la «pandemia» ya no más una enfermedad que afecta a una virtual totalidad de la población (como lo sugiere diáfanamente la etimología del vocablo) sino una «infección humana con un nuevo virus que se transmite eficientemente de persona a persona y que afecta a habitantes de por lo menos dos regiones de la OMS» (definición establecida en 2009 frente a la fallida pandemia de gripe A, que en todo el mundo no superó las 19 mil víctimas fatales, según cifras oficiales. Cuyo aparatoso alarmismo fue no obstante superado por la posterior pandemia de Mers-CoV, que reportó 851 muertes). En 2013, por fin, se llegó tranquilamente a precisar que ya no habría criterios que cumplir para declarar un nuevo brote como pandémico sino que, basándose en las evaluaciones nacionales de cada país, la OMS decidiría convocar a comités de emergencia para valorar la información disponible y estimar la necesidad de declarar o no una pandemia mundial.

Resulta obvio, con semejante declaración de principios y en un tiempo en el que los desplazamientos humanos de país a país y de continente a continente resultan factibles como nunca antes, que cualquier patología menor comparable a un simple resfrío podría vestir el traje de pandemia.  Ya no es la escala humana la que cuenta, la densidad de infectados, sino la extensión, la geografía viral. Dicho sin sonrojos: así afecte a un cero coma tanto por ciento de la población, si el comité de expertos llamado a deliberar decide que hay pandemia, pues la hay. Porque “ya no hay criterios que cumplir para declarar un nuevo brote como pandémico” más que el juicio digamos prudencial de la burocracia sanitaria, capaz de desligar el concepto de sus predicados de atribución y de archivar el viejo y siempre apremiante asunto de los universales. 

Acá se confirma, una vez más, que el modo como asimilemos la realidad extramental determinará nuestra filosofía, tanto como ésta a su vez condicionará nuestro obrar. Las élites gobernantes de nuestros días -sean éstas las élites globales o bien sus subsidiarias locales-  abordan el fichteano no-yo con la más solipsista de las claves: la promoción del aborto lo atestigua sin ambages. Y es que tan centrípeta acumulación de poder y tanto vértigo de acaparamiento debían por fuerza provocar esta ruptura con las cosas, al paso que debían facilitar la adopción de una ideología al puesto de una cosmovisión o concepción del mundo, lo que constituye a su vez el modo más alambicado de profesar un heliocentrismo con sede en el propio ombligo.     

Sabemos de sobra que el constructivismo en boga no hace sino sacar las últimas consecuencias de aquella eminente peste de las almas que fue el nominalismo, de cuyas amargas aguas abrevaron unos cuantos sistemas de ideas que permitieron alcanzar el actual desquicio.  Que alcanza, finalmente, a la fabricación de talismanes verbales con ruido a hueco, como lo comprueba la declaración de parte emitida en su momento por una magíster en salud pública de la Universidad Nacional de Colombia a propósito de la supuesta pandemia de influenza (gripe A) de 2009: “al hacer una aproximación a los momentos históricos que han suscitado el uso de tal expresión [la de «pandemia»], es posible percibir que se trata de una construcción social que se transforma en el tiempo y en la que participan, en permanente tensión, diferentes corrientes de pensamiento”. Adviértase que la expresión que subrayamos, hecha de una fraseología lo bastante remanida en los días que corren, permitiría de hecho su adscripción a cualquier concepto, especialmente si éste ha sido instrumentalizado para provocar algún cambio en la percepción común de las cosas. ¿O no hemos oído hasta la náusea declamar que la familia, la paternidad y aun el sexo (“género”) son “una construcción social que se transforma en el tiempo”?

Aplicarle, entonces, el desfachatado alias de «pandemia» a este estrambótico guisado de terror inducido, estupidez galopante, desinformación propagada a designio, mala praxis médica y, recién en último lugar, una muy minoritaria sintomatología gripal más o menos atípica, aparece como el coronamiento (ya que no el coronavirus) de una muchedumbre de fábulas que la oligarquía global viene surtiendo en la sobrehaz del planeta desde hace décadas, y con acuciante intensidad en el último par de decenios. Si la deliberada suelta de agentes patógenos manipulados en laboratorio no alcanzara a producir un efecto lo bastante ostensible como para apurar las medidas draconianas previstas para consumar el tránsito histórico deseado, entonces se despliega la maquinaria terrorista capaz de completar lo que le falta a la virosis. El abuso del lenguaje, como es de rigor, resulta el recurso predilecto para alcanzar el fin deseado. Se pretende emular el poder de Dios, que crea las cosas nombrándolas -obteniendo, como es obvio, menos que una flaca parodia, un puro fraude que pide a gritos ser desenmascarado.

La pandemia fantasma, en definitiva, con todo su anejo cortejo léxico, constituye el último y más reciente en el agotador elenco de nuevos paradigmas que incluyen la no exclusión, el respeto a las minorías, el cuidado del medioambiente y el multiculturalismo. Es, de todos ellos, el que suscita los más histéricos efectos a causa del aparato de miedo con que se lo encarece, y a causa también de la drasticidad descomedida de las provisiones adoptadas junto con su difusión, al tiempo que urge como ningún otro la rápida adopción de nuevas y absurdas conductas dirigidas desde lo alto de la pirámide del poder (uso constante del barbijo, abolición del apretón de manos, “distancia social”, etc.). Como se lo señala con acierto en un artículo aparecido por estos días:  «el paquete de “ideas prestigiosas” que están detrás del globalismo parecen necesitar ser vendidas como una voz unánime y homogénea, avalada por la “Ciencia” y los organismos internacionales, y, a la vez, reclama un alto nivel de censura de las ideas divergentes. En todos los casos, sus “temas fetiche” son llevados por la prensa globalista a la dualidad más absurda y extrema, donde de cuestiones complejas que merecen un abordaje cauteloso y serio –el ejemplo del clima es ilustrativo- se construyen eslóganes simplistas y maniqueos,  a partir de un bombardeo retórico plasmado por un conjunto bastante reconocible de medios de comunicación, redes sociales y organismos supra-gubernamentales. Estas “ideas prestigiosas” son el nuevo mecanismo de validación e identificación social de clase de las élites de los países centrales en Occidente. Este mayor protagonismo de las “creencias” en lugar de los “bienes” conjugan una serie de ideas y creencias “amigables” socialmente que dividen a los individuos de “buena conciencia” de los “indeseables”, que deben ser cancelados por la mala conciencia. La lista de procesos de censura es notoria, amplia y constante» (Diego  Andrés Díaz, El rol de la prensa globalizada en la agenda del centralismo político, aquí).

Agregamos: la impostura de estas “ideas prestigiosas”, a causa de su imposición a sangre y fuego desde la prensa en períodos suficientemente cortos de tiempo, no puede pasar del todo inadvertida por gentes de mediana instrucción que tengan suficiente edad como para advertir la variación de parámetros operada en la moral social a lo largo de su propia existencia. Vale decir: o por miedo a sufrir reprobación, o bien -y al mismo tiempo- por el deseo de gozar de las prerrogativas supuestamente concedidas a quienes saben mimetizar su lenguaje con el impuesto por la prensa mundial, las clases medias (esto es, aquellas que no necesitan acudir con apremio a la satisfacción de sus necesidades básicas, que ya tienen resueltas, y que pueden por tanto permitirse ciertas veleidades) adoptan así el “tono distinguido” de los que mandan en el mundo. Se trata de ese espíritu de emulación archiconocido por los surtidores de ideas, que se valen del mismo para atizar el reflejo condicionado de esas mismas clases medias en procura de una alianza e identificación imposible con las élites de la estratósfera social. La sucesiva ringlera de “ideas prestigiosas” en adopción merecía culminar en la estupidez flagrante de la pandemia y en su castigo conexo: restricciones civiles de todo tipo, incluso para respirar.

Porque el hombre que vive al menos en un ateísmo implícito (desertor, por tanto, de la bienaventuranza eterna) siente el apremio -a cambio de la adhesión negada a Dios, que le alcanzaría la posesión en esperanza de todos los bienes- de cobijarse a la sombra de los grandes de la tierra para dar con algún sustituto del paraíso perdido por propia iniciativa.  Y aunque juzgue de bon ton la asimilación de la neolengua para alcanzar tal fin, no le quedan entre las manos mucho más que unos pocos guijarros semánticos de inminente caducidad y algunas convenciones sociales tan nuevas como denigrantes. Maestros conforme a sus propias concupiscencias, los llama san Pablo (II Tim 4,3), que apartarán sus oídos de la verdad para atenerse a las fábulas: profecía esjatológica de paladina vigencia que precisa uno de los rasgos de la apostasía en vigor, y que explica la irracional confianza de las masas en los relatos amañados por sus tiranos.

 

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