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UNA RELIGIÓN VIRAL PARA NUESTROS TIEMPOS


 

«La fe del discípulo del Coronavirus en la narración mediática es la grotesca parodia del acto de fe requerido al católico, con la diferencia de que los dogmas de la religión sanitaria –a los que se reclama el asentimiento incondicional- son totalmente irracionales, irreflexivos e ilógicos; no hay adhesión a una verdad que trasciende a la razón sino a un dogma que la contradice, demostrando que, como todas las falsas religiones, el Covid cruza la línea de la superstición. Quien cree en el Covid se encuentra así en la posición de tener que dar prueba de la propia sumisión a los propios sagrados ministros, incluso a la vista de conceptos repugnantes para la ciencia médica y el buen sentido: el uso de los barbijos es obligatorio aunque éstos no protejan del contagio; la vacuna acaba siendo impuesta aunque no ofrezca inmunidad; los tratamientos no aprobados por el sanedrín sanitario están prohibidos aunque su eficacia resulte obvia. Y tendremos que agregar: cuanto más absurda resulta la orden impartida, más se siente el discípulo un miembro de la secta justamente por el acto de obedecer».

Mons. Carlo Maria Viganò, entrevista a Maike Hickson, para LifeSiteNews (aquí)

 

Nuestras generaciones, aletargadas por la ilusión de un paraíso en la tierra asequible a instancias del desarrollo científico y técnico, se han vuelto ciegas a la constatación del mal que bulle en los repliegues y entresijos de la Babilonia  global. Todos nos beneficiamos, en mayor o menor medida, del despliegue ubérrimo de las facultades del homo technicus: no necesitamos descender al río para proveernos de agua, curamos eficazmente nuestras infecciones con unas pocas grageas ingeridas a ritmos regulares y hasta podemos viajar a latitudes que a nuestros ancestros les hubiesen resultado legendarias de tan remotas. Ya no se estilan remiendos: un orificio apenas perceptible en la ropa habilita su descarte. El confort y su culto le han impedido al hombre siquiera columbrar que este desarrollo unilateral de potencialidades, neutralizando de hecho el juicio moral sobre las mismas o sobre sus resultados, podía convertirse en ocasión inmejorable para el progreso del mal.

La ley de Murphy vino a imponerse con todo su rigor. Cuando el hombre descubrió la fisión nuclear, no fue nada lerdo en emplearla con fines bélicos -o, más bien, con fines de fulminante aniquilación del enemigo, al margen de toda ética castrense, estragando la población civil e inerme. No hay por qué creer que, desarrolladas desde hace pocas décadas las artes del cultivo de gérmenes y aun la modificación genética de los mismos, éstas no fueran a emplearse como armas de destrucción masiva. El fuego que Prometeo roba para los hombres ya no es, según la hermenéutica benevolente de los cientificistas de todas las épocas, el feliz acceso a los secretos de la materia a los fines de alcanzar algún modo de plenivivencia temporal extensible a la confraternidad de los hombres, sino más bien el arrebato, a instancias de la ciega hybris, de los recursos contenidos en las cosas para garantizar una posesión cada vez más despótica del universo mundo, incluido el objeto más inmaterial cuya conquista podía procurarse: las conciencias humanas.  

Junto con la agitación de intereses y apetitos sin control, esta obra de saqueo reclamaba en sus hacedores y en la sociedad toda un talante inercial en lo que atañe al espíritu, condición única para favorecer el desenvolvimiento indefinido de estas exploraciones en pos del paraíso contenido en el micromundo. Porque la Revolución desata la marea de los giros concéntricos e impregna la cultura y la mentalidad de sus víctimas con esa inquietud de recurrir una y otra vez a la misma fuente que nunca sacia. Incluso cuando explora el firmamento el hombre se vuelve unilateralmente analítico, sin margen ya para reconducir el fruto de sus rebuscas a una jerarquía del saber que las integre. Por esto ya Huxley en sus tiempos reclamaba la erección de “cátedras de síntesis”, que de las de análisis estaban sobradas las Universidades.

El movimiento desatado en el mundo por esta vasta disposición de espíritu ya no resulta un enigma para nadie: la ciencia o su alias es traccionada por la técnica, y ésta a su vez lo es por el empréstito a interés, en una cadena de servidumbres que se remonta al ídolo como a causa prima. Es decir: lejos de haber alcanzado el hombre su manumisión a instancias de Prometeo o de Robespierre, hoy se encuentra sometido como nunca a sus pasiones y a su ignorancia y, en último término, a los demonios que atizan el fuego para las almas. Así, el paroxismo de las fuerzas del mal coincide temporalmente con la ceguera de los hombres para reconocerlo, lo que agrava el cuadro sobremanera.  Se cumple con creces lo que ya Baudelaire enunciaba en sus agitados días: la mayor astucia del demonio ha sido la de persuadir a los hombres acerca de su inexistencia. Pues ya no bastan ni siquiera sus efectos archinotorios para alertar sobre su principado. Munidos de las técnicas más sofisticadas que jamás se hayan conocido, hemos llegado al punto de declive moral de aquellas civilizaciones que adoptaron la práctica de los sacrificios humanos o la antropofagia como preludio a su catastrófica desaparición.

Pero como no era suficiente con que el remolino científico-técnico urgido por las palancas de la usura aportara la causalidad material del desmadre, dejando en la penumbra el homenaje debido al principio formal del mismo (el hombre es religioso volens nolens), debió plasmarse el culto covídico para satisfacer esta exigencia implícita en las cosas. Y así como Satanás es el “padre de la mentira” y el “homicida desde el principio”, así también debió obligarse a la humanidad en su conjunto a que tributara honra a las patrañas y a que se sometiera a la guadaña afilada por los laboratorios.

No otra cosa cabe aseverar al paso que, ante la abrumadora cantidad de información que desmiente la veracidad de la pandemia y pone en guardia sobre la pócima experimental ofrecida como vacuna, sea aún tanta la gente que se demuestra incapaz de despegar los párpados y dar al traste con las fábulas. Y no es que hablemos de Pepito el changarín ni de Felipa la criada. La confusión y la miopía voluntarias cunden entre profesionales de quienes podría esperarse suficiente aptitud como para leer y comprender siquiera un texto periodístico, cuando no para abordar literatura más o menos científica.  Y es que si tamaña credulidad resulta posible esto es porque antes pudo consumarse ese giro copernicano en el sentido común que auguraban Gramsci et al. La humanidad que consiente con el timo de la pandemia es la misma que previamente admitió al aborto como a un derecho, la misma que aceptó sin pestañear el matrimonio sodomítico y el “cupo trans” en los empleos públicos.  No hay imposición ni colonización mental a la que se resista el hombre libre, libérrimo, de nuestras postrimerías, ni se hubiera esperado tanta mojigatería y tan relamida urbanidad, tanto lavabo y tan estrenua profilaxis entre especímenes que ayer nomás hacían gala de naturalidad y de rechazo de los pesados formalismos. Por eso, para que resulte todo más gráfico y más entrañablemente simbólico, la persuasión pública viene surtida por ministrillos sin corbata pero con bozal.

Por eso será menester señalar que el Covid-19 supone y acrece las comorbilidades psíquicas y espirituales. Para consolidarlas y evitar toda posible cura, los medios de masas y toda esa vasta orquesta de demonios han tomado a su cargo la ridiculización de los disidentes, y hasta la Real Academia Española se apresuró a incorporar en el diccionario las voces denigratorias «covidiota», alusiva a los “negacionistas”, y  «coronabulo», sambenito urdido para colgarle a la información verídica. El barbijo se ha hecho también para los ojos y los oídos, tanto que en días como los nuestros los edificios de departamentos debieran ofrecer para su alquiler y venta sólo las unidades correspondientes al «noveno B». Las infestaciones programadas siguen su curso sin que casi nadie parezca aún percatarse del nexo causal entre infartos, embolias, trombosis varias, miocarditis e inyecciones, y la quiebra económica debida a la amenaza de fantasmas, con el resultado evidente de una mayor concentración financiera en las manos de los sacerdotes del Coronavirus, no parece disuadir al común de la impostura en espantoso vigor.

¡0h, incrédulos! ¡Crédulos, crédulos! –los apostrofaba el padre Castellani. A este despeñadero de credulidad han sido conducidos el ateísmo teórico y práctico de los últimos decenios, el antiteísmo y la mera indiferencia religiosa. La narración mainstream como fe (aún más: como «credo quia absurdum», como fideísmo a prueba de cañones), la vana esperanza de salvar el pellejo y la caridad que empieza y termina por casa e identificada con el síndrome obsesivo-compulsivo, alimentadas todas por el sacramento de las vacunas: ésta es la religión paródica que la simia Dei supo pergeñar para estos tiempos culminantes, y no parece que pueda irse mucho más allá. Se está solicitando a gritos el juicio divino.

       

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