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LO TUYO ES MÍO



Se ataca el derecho natural a la propiedad de las cosas después de haber «cosificado» al hombre, cuando éste ya no es entendido como soberano de la Creación sino apenas como un ser entre los seres de un universo carente de grados de perfección. Nivelación que obliga a menudo a la consecución de un paso más, y es entonces el hombre asumido como un intruso en el concierto de los seres, y se llega incluso a estigmatizarlo como a «plaga», como lo hizo otrora el naturalista inglés David Attenborough para que muchos otros repitieran su ocurrencia, divulgada con éxito en nuestros días. Tal como en la ley del péndulo, el despojo de los derechos más primarios subsigue a una era histórica de ebria exaltación de los “derechos del hombre”.

Se ataca el derecho natural a la propiedad de las cosas favorecidos por un clima moral de increíble aceptación de los principios del socialismo, destilados gota a gota, sin prisa pero sin pausa, en orden a la adecuación final de las conciencias con sus odiosos postulados. Las paradojas, frecuentes en este bituminoso escenario, son menos la expresión de una inteligencia activa y avezada a los contrastes (como en el caso de un Chesterton) que la mera actualización de inconsecuencias que a nadie parecen repugnar. Como la insospechada y sofística reivindicación que hacen las feministas de la propiedad de sus cuerpos para justificar el crimen abominable del aborto. En el mundo feliz del progreso ineluctable, los traspiés de la lógica y el sueño de la razón producen una euforia imbécil y banal y sirven para consolidar la pesadilla en curso.

Se ataca el derecho natural a la propiedad de las cosas por vía frontal y por la elíptica, con usurpación de tierras a cargo de bandidos envalentonados por el Estado y con la simultánea y tramposa teorización de la posesión de bienes como un derecho caduco, deleznable, secundario. Secundando, sí, la piratería que los ultra-poderosos de este nuestro tiempo de hipérboles ejecutan contra quienes defienden un patrimonio familiar transmitido de una a otra generación. Es la fábula del cuervo y la zorra, de tan inequívoca aplicación en nuestra ingrata sazón histórica, el empleo de palabras encantadas, el lisonjeo de las bajas pasiones de las muchedumbres para servir como pedal y palanca del poder, retenido por sus amos con aquel acuciante celo que jamás destinarán al bien general. Como el apóstol traidor, que «esto lo decía no porque le importaran los pobres, sino porque era ladrón» (Io 12,6).

La única pandemia en curso es la que tiene a la virtual totalidad de la población (pan to demos) a la merced de sus esquilmadores, capaces de producir crisis artificiales, de laboratorio, y de dirigir su cauce hacia el acaparamiento de todos los recursos posibles. El capitalismo financiero, al cabo de su parábola histórica y de su tendencia irrefrenable a la concentración económica, confluye así en el socialismo. La propiedad, centralizada como nunca, le es negada al común para facilitar el paso definitivo a un nuevo estado de cosas, que es el de la factoría global de esclavos: éstos han sido siempre y por definición los desposeídos. Porque las libertades civiles se fundan en la propiedad, como ya lo supieron Grecia y Roma.

Pero nuestro tiempo se desposee también de la experiencia de los siglos y de su continuidad histórica, recayendo en aberraciones antaño felizmente sepultadas. El hombre-símbolo de nuestro actual estado de cosas es el banquero y magnate David Rockefeller, muerto a la infrecuente edad de 101 años después de haber recibido un total de seis trasplantes de corazón desde los 71. La medicina y el derecho, arrastradas por el nuevo concepto de “muerte cerebral”, hicieron posible la expropiación del último y más inalienable de los bienes materiales, y fue necesaria la inmolación de seis jóvenes para prolongar la vida de un viejo usurero. La sociedad moderna, despojada de los paradigmas de otros tiempos, recrea finalmente los piramidales imperios azteca y maya, en que la crueldad y el dominio ejercidos sobre el hombre no escatimaban la extirpación del músculo cordial de las propiciatorias víctimas humanas.  Se ataca el derecho natural a la propiedad de las cosas porque se consagra el presunto derecho de disponer de personas como reses.

 

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