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EDAD MEDIA Y PESTES

 

 

Uno de los recursos predilectos del hombre contemporáneo, fijamente establecido en su apego al confort y a las bondades de la vida civil, consiste en la remisión de los males presentes y de las calamidades que comprometen la verificación del evolucionismo histórico a un pasado mítico que se supone depositario de todo cuanto Pandora esparció alguna vez sobre el mundo. Este descabellado optimismo, nacido de la confusión entre ser y devenir y que atribuye al mero desenvolvimiento de los tiempos la facultad de convertir piedras en panes, al tropezar con alguno de los odiosos remanentes de la condición humana post-edénica (natura lapsa se dijo en Trento), sobre todo si éstos tienen carácter orbital y abrumador, ensayan el ingenuo conjuro de la reductio ad medioaevum. No es éste sino un modo de impaciente réplica a los males presentes ensayada por gentes caprichosas que no admiten la postergación indefinida de una plenitud intramundana siempre a punto de consumarse. El hombre contemporáneo, reo sin saberlo del más envilecedor de los conformismos, se despierta un día en medio de la hecatombe y clama: “¿quién me metió en la máquina del tiempo? ¿Cuándo pedí ser transportado a la Edad Media?”  

Nos damos por suficientemente advertidos de que la recepción de galardones literarios no implica la rectitud de juicio de quienes los reciben, y que este mundo concede con frecuencia sus parabienes a sujetos que se han dispensado del deber moral de superar la obtusidad y la ignorancia medias. Para comprobarlo, leemos en un artículo de Mario Vargas Llosa publicado cuando apenas comenzaba a cundir la alarma mundial por el coronavirus que éste y su secuela de pánico habían hecho que «en medio de la civilización [haya] reaparecido la Edad Media», época –así nos lo informa- transida de pestes que eran tenidas como «obra de los demonios, un castigo de Dios que caía sobre la masa ciudadana y golpeaba por igual a pecadores e inocentes, contra la que no había nada que hacer, salvo rezar y arrepentirse de los pecados cometidos». Lo que -concédalo el charlatán en cuestión- no deja de constituir una suerte más benévola que el morir como perros abandonados, privados a menudo de la presencia de familiares y de sacramentos, exentos de toda conciencia del sentido purgativo de las penalidades y de cualquier esperanza de alcanzar misericordia allende el umbral de la muerte. No se habrán escrito para los hombres de las épocas de fe versos  que, como los que nuestro Castellani vierte de Baudelaire, les enrostran a los necios que

la universal barrida de la danza macabra

os arrebata exangües hacia ignorados huecos.

Dejemos de momento de lado la tramposa contraposición entre civilización y Edad Media; vengamos tan sólo a comprobar que Vargas Llosa lo ignora todo acerca de la teología de los novísimos. Tanto, que se permite crasamente aseverar que, tras la irrupción de la peste, a los ojos del hombre medieval «la muerte estaba allí, todopoderosa, y después de ella las llamas eternas del infierno», desconociendo la dualidad de los destinos eternos posibles y concediéndole a la muerte un atributo que sólo a Dios se aplica. Vargas Llosa, en rigor –y como el común de nuestros contemporáneos-, se revela mucho más ignorante que el más palurdo de los aldeanos de los siglos medios en lo que toca al saber necesario, aquel que recoge la conocida copla: en esta vida emprestada / el buen vivir es la clave. / Aquel que se salva, sabe, / y el que no, no sabe nada.  

El invencible miedo a la muerte, que el plumífero reconoce como a cosa común a los hombres de todas las épocas sin acepción de estadios evolutivos, instruye una serie de interrogantes insolubles acerca del «qué habrá [en su] más allá [de la muerte]: ¿la extinción total y para siempre?, ¿esa fabulosa división entre el cielo para los buenos y el infierno para los malvados de un dios juguetón que pronostican las religiones?», etc., etc. Parecen paparruchas proferidas por algún libelista anticlerical del siglo diecinueve. Cruel ironía del evolucionismo histórico ésta de exponer a sus voceros como a tontos atrasados, tipos ostensiblemente demodé. Y faltos, por añadidura, del más elemental rigor científico, si vamos a otra de las presuntas adquisiciones de la modernidad.

Pero las pamplinas de Vargas han de servir para algo, empezando por la revisión de ciertos conceptos y de la asociación artera de Edad Media y pestes. En efecto, sabemos que la de «Edad Media» es designación que surge con la Ilustración con propósito denigratorio, quedando pronto consagrada por el uso. Y que si los manuales insisten en delimitarla entre la caída del imperio romano de Occidente y el de Oriente (en una parábola de mil años casi redondos, que autores de los nuestros como Bloy gustaban admitir por su evocación del Milenario descrito en el capítulo XX del Apocalipsis), lo cierto es que hay una notoria disimilitud entre el período que corre entre los siglos V al VIII inclusive y los siglos posteriores, casi como si hubiera que remitirlos a dos distintas edades. Autores como Belloc subrayan para aquel primer período (que extienden hasta el siglo X) el carácter de invasión y asedio sufrido por los reductos de civilización recién cristianizados: noveles reinos  que, penosamente erigidos sobre las ruinas del Imperio y superadas las insidias de Oriente, pronto recibirían la doble presión de los normandos por el norte y los musulmanes por el sur, debiendo consolidarse a través de una larga lucha sin tregua. Calderón Bouchet señala, para esos siglos previos a la entronización de Carlomagno  y  a instancias del talante dispersivo de los pueblos germánicos, la disolución de la idea de «universalidad» que la koiné le heredó a Roma. Recién con el imperio carolingio, y más tarde con la fundación del Sacro Romano Imperio, la comunión de destino de los reinos de Occidente fundados sobre la común fidelidad a Roma adquiere consistencia y visibilidad histórica. A esta segunda mitad de lo que habitualmente se denomina «Edad Media» le cabe propiamente el nombre de Cristiandad y, quizás y por antonomasia el de Edad Media.

Pero hete aquí que las pestes conocidas en este período son precisamente las que lo delimitan temporalmente. Los últimos remezones de la llamada «plaga de Justiniano», que asoló el imperio bizantino en el siglo VI extendiéndose a una parte de los reinos occidentales, dejan de inquietar a partir del siglo VIII. La «peste negra», que irrumpe en Occidente en el siglo XIV (1348), constituye el regreso del azote viral después de seis siglos de bonanza sanitaria. Hasta el clima parecía haberse dulcificado por entonces: por los códices de la época se sabe que en Inglaterra se practicaba la vitivinicultura (cosa que se hizo imposible a posteriori) y que hasta el Sahara surtía agua en abundancia. El mismo nombre de Groenlandia, descubierta y conquistada por navegantes vikingos hacia el siglo X, da testimonio de la presencia de vastas praderas allí donde luego cundió un erial de hielo. El “cambio climático” hoy tan voceado y atribuido con insuficiencia de pruebas a la acción del hombre, supo golpear severamente al Occidente en aquel siglo XIV que supuso el inicio del abandono de la universalidad católica con el papado de Avignon, el cisma de Occidente y su falsa salida por el conciliarismo, la guerra de los cien años, la difusión del nominalismo en las universidades y la sistematización de doctrinas que ya entonces propugnaban la separación de la Iglesia y el Estado -como en Marsilio de Padua-, cuando no la sumisión de aquélla a éste. Los estudiosos que se ocupan de los asuntos telúricos ponen en aquel infausto siglo el inicio de una así llamada «pequeña edad de hielo» o mini-glaciación, que se prolonga hasta nuestros días y que determinó inicialmente una sucesión de inundaciones y carestías que favorecieron la difusión de la «peste negra». Debe afirmarse entonces, contra toda caricaturización del pasado, que la peste llegó con el fin de la Edad Media y no durante la misma. Exactamente cuando la cosmovisión cristiana había llevado a su apogeo a la civilización que lleva su nombre, y al iniciarse su decidido declive.

No nos convence el enfoque cíclico-naturalista con el que Berdiaev interpreta el sucederse de las edades. En virtud del cual, sin el menor ánimo de menoscabo (el autor escribe en el interregno que va desde el Tratado de Versalles al estallido de la 2ª Guerra Mundial), el ruso prevé el tránsito próximo de una era  histórica “diurna” a una “nocturna” que él califica como una “nueva Edad Media”. Y explica cuánto el símil no entrañe la menor infamia: «la noche no es menos maravillosa que el día, no menos de Dios, y el resplandor de las estrellas la ilumina, y la noche tiene revelaciones que el día ignora. La noche tiene más afinidad con los misterios de los orígenes que el día» (Nicolás Berdiaev, Una nueva Edad Media, C. Lohlé, Buenos Aires, 1979). Con todo, acierta Berdiaev cuando ve en la Gran Guerra la hora crepuscular de los tiempos modernos. Ve el disolverse de la ilusión moderna de la neutralidad religiosa y de la autonomía absoluta del orden político. «No existe neutralidad religiosa, ausencia de religión. A la religión del Dios viviente se le opone otra, la religión de Satán; a la religión del Cristo se le enfrenta la religión del Anticristo. El reino neutro del humanismo, que quiso instalarse en un orden intermedio entre el cielo y el infierno, se corrompe, y entonces se divulgan el abismo de arriba y el abismo de abajo», siendo el socialismo que ya se imponía en su patria la prueba de esta liquidación de los viejos tiempos modernos. El socialismo «rompe con el sistema de independencia y de laicidad de los tiempos modernos, exige una sociedad de carácter sagrado, una sumisión de todos los aspectos de la vida a la religión del diablo, a la religión del Anticristo […] Así es como supera los límites de la historia moderna, responde a un sistema absolutamente distinto, sistema al cual me veo obligado a denominar medieval». Queda claro, pues, que hablar de nueva Edad Media no tiene por qué aludir al triunfo de la Iglesia: «quiere decir que en esta época toda la vida y todos sus aspectos estarán puestos bajo el signo de la lucha religiosa, de la manifestación de los principios religiosos extremos», tal como se da en el bolchevismo ruso, en el que «se ha sobrepasado una medida, se ha dado un desborde, hay un contacto angustioso con algo que es supremo».

Conocemos la parte de la historia que Berdiaev no alcanzó a ver al aplicarse a escribir estas páginas: el aplastamiento de esos regímenes que él hubiera calificado como de «impronta medieval» al término de la 2ª Guerra Mundial, con la consecuente prolongación –cada vez más crítica- de la vida del laicismo moderno, más la caída ulterior del socialismo ruso. La «globalización» resultante no es sino la difusión orbital, incondicionada y sin contrapesos, de los miasmas del cadáver de un tiempo histórico que se resiste a dejar la escena sublunar. Aborto, sodomía, feminismo, eutanasia, pensamiento “líquido”, transhumanismo: éste es el infecto mundo al que acude el montaje pandémico con simpatía irresistible. Abyssus abyssum invocat.

Se nos antoja que esa nueva Edad Media, que factiblemente podría advenir al término de esta “crisis de tránsito” en la que nos hallamos, es una breve edad en la que se nos pedirá a los cristianos un testimonio completo. Su duración consta en las profecías canónicas. Saludada con plagas aun antes de instaurarse, no han de faltar despistados que –al modo de Vargas Llosa- se extrañen del desaire de los elementos para con tiempos de tanta plenitud. Y es que «los hombres que no fueron exterminados por estas plagas, no se arrepintieron de las obras de sus manos, ni cesaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera […], no se arrepintieron ni de sus homicidios, ni de sus maleficios, ni de sus fornicaciones, ni de sus robos» (Ap 9, 20). «Y blasfemaron el Nombre de Dios, que tiene poder sobre estas plagas, en vez de arrepentirse para darle gloria» (Ap 16, 9). 


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