La guerra acaba siendo institución permanente y aun necesaria en el estado de naturaleza caída porque cada cual debe moverle pleito a sus pasiones desordenadas y le es lícita e inexcusable a toda nación la embestida contra aquello que ofende a la justicia. Los caballeros cruzados supieron esto, y no es casual que el apogeo de la Cristiandad haya coincidido con las gestas de liberación del Santo Sepulcro y el inicio de su decadencia con el sucesivo desinterés de los príncipes cristianos, alboreando el siglo XIV, por seguir contribuyendo con esta causa. La supresión de la orden templaria es, a este respecto, todo un signo del viraje de los tiempos. Que no se han detenido hasta alcanzar la mayor amplitud en el giro opuesto, opugnando el derecho natural y el divino con un cálculo y detallismo dignos de una voluntad perversa y una inteligencia extraviada por completo. Por eso en nuestro tiempo la guerra, por misteriosa concesión de la Providencia, beneficia abrumadoramente a los malos. “Le fue concedido hacerles la guerra a los santos y vencerlos”, dice del protervo enemigo aquel misterioso pasaje del Apocalipsis. Hasta que la Parusía de Nuestro Señor, que allí mismo se describe con una espada afilada saliendo de su boca para abatir a sus adversarios, venga a restaurar todas las cosas en una clamorosa acción de guerra contra todos quienes rechazan el primado universal de Cristo Rey. Desenlace de la historia que ya había sido anticipado por Jesucristo en su predicación cuando, próximo a Jerusalén poco antes de su prendimiento, concluye la llamada “parábola de las minas” advirtiendo que «en cuanto a mis enemigos, aquellos que no me querían por rey, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia».
Hay una relación inversa, por tanto, entre la suerte que viene tocando a estos enemigos del nombre cristiano en los recientes siglos y la que les cupo en los tiempos en que la Cristiandad no había conocido mella en su acometividad, de modo de confirmarnos que en las postrimerías el abatirlos será una pura obra celestial. Lo que no impide advertir que el motor de la historia no es la lucha de clases, sino la guerra sin tregua entre dos cosmovisiones irreductibles: los “dos amores que fundaron dos ciudades” al decir de san Agustín o, precisando un poco más los caracteres a la luz de la prolongada experiencia histórica, la “cábala buena” y la cábala mala”, tal como las distingue el padre Meinvielle, recordando oportunamente que el término hebreo kabbalah significa «tradición».
Hay que hablar en rigor, entonces, de dos tradiciones que se remontan a la noche de los tiempos y determinan dos inconciliables visiones de las cosas cuyas raíces fincan en el futuro último, en la consumación y fijeza que encontrarán todos los destinos humanos, bien en la Jerusalén Celestial o en el fuego inextinguible. Se entabla entre ambas una dialéctica no inmanente sino trascendente, incapaz de una síntesis de opuestos y que en el devenir terreno reclama la supremacía total de una de las partes.
El padre Innocenti, en su La gnosi spuria, precisó el carácter de «subestimación de la metafísica» implicado en la parasitaria postura de la contra-tradición, la cual «parte de una concepción del ser entendido no como libre participación de una fuente perfectísima y amante, sino como degradación necesaria de un principio indeterminado por medio de una dialéctica inconsciente de los contrarios. De aquí procede el juicio negativo sobre la creación y la pretensión de rescate de este mundo degradado por la atracción originaria y final hacia la nada. El error inicial acerca de la estimación de lo perfectísimo trascendente conlleva el error acerca de su obra, especialmente acerca del hombre y el sentido de su vida». Grecia conoció este vértigo nihilista en la escuela sofística, cuyos representantes (como Protágoras, quien llegó a sostener que “el hombre es la medida de todas las cosas”) pueden motejarse con justicia como los primeros humanistas. Sin soslayar la paradoja entrañada en toda idolatría: la del amor reversible en odio hacia el propio objeto de culto que, cuando éste se identifica con el hombre mismo, puede aventurar una árida estación histórica de asedio compulsivo de toda humanidad. Lo que hoy tenemos a la vista, en gradación creciente.
La contra-tradición o cábala a secas (para darle el nombre consagrado por el uso) atraviesa entonces la historia en pugna con la Revelación y aun con el logos humano, y no abandonará la escena de este mundo hasta que Dios mismo pronuncie Su juicio. Se trata, pues, de una doctrina –o, más bien, de un haz de doctrinas variadas en sus manifestaciones pero sustancialmente una y la misma en su meollo y en sus premisas- sugerida al hombre por la serpiente antigua con miras a proporcionarle una viva experiencia del mal. Recrea y consolida a su modo la caída original, por la que el hombre deseó conocer experimentalmente la «ciencia del bien y del mal» cuando hasta entonces su pericia estribaba sólo en el bien. Porque la inimica vis o «potencia de aniquilación» se engolfa en la reciprocidad entre el mal y la nada, contrarreflejo del bien como atributo del ser. Su poder, limitado y transitorio pero no menos real, es el de la sugestión del abismo, de la experiencia engañosa –por imposible- de no ser, del sustraerse la criatura a las leyes que le vienen dadas con el don de su existencia no elegida y de rechazar la plenitud futura a trueque de una plenitud postiza verificable aquí y ahora –la de la rebelión y sus efectos- a pesar de los sucesivos desengaños. Desengaños que si merced a un milagro moral -verificable a veces- no logran arrancar al sujeto del ciclo descendente de sus desventuras, parecen obrar misteriosamente al modo de un tónico para facilitar la reincidencia. Ésta, que es en cifra la psicología del pecado, lo es también de la herejía y las doctrinas perversas, que suponen el pecado del espíritu.
Del mismo modo que la llamada proto-tradición, comunicada a su descendencia por los exiliados del Edén y reafirmada por Dios mismo a su pueblo cuando los efectos delicuescentes del pecado arrastrado por generaciones ponían en serio peligro su vigencia, así también la contra-tradición se desarrolló “en paralelo”, siguiendo más o menos de cerca el curso de los testimonios de la verdad inerme, acechándolos y asechándolos sin pizca de descanso. Tanto que si Dios mismo no hubiese intervenido con su portentosa mano en distintas ocasiones en favor de su pueblo -tal como lo reseñan el Pentateuco y los sucesivos libros históricos del Antiguo Testamento, y tal como lo cantan los salmos-, pronto éste hubiese sucumbido junto con la doctrina veraz de la que era depositario y junto con la esperanza de la Redención ventura. Lo mismo cumple decir, ya pagado nuestro rescate en la Cruz, de la sucesiva epopeya de la Iglesia en la confirmación del dogma de la fe, atacado una y otra vez por los enemigos deseosos de desvirtuarlo, de cumplir aquel solvere Iesum que constituye el avieso designio de los «anticristos», tal como nos lo advierte san Juan apóstol en sus epístolas.
Junto con la tenaz oposición del imperio fueron finalmente vencidas la gnosis antigua, los sincretismos, las primeras e insidiosas herejías, inaugurando un largo período de concordia doctrinal en el seno de una sociedad cristiana cuya identidad fue afirmándose con los siglos. Pero (en palabras de Auguste Nicolas) «el espíritu del error no decayó en su naturaleza eternamente celosa y subversiva ni en el poder que recibió, en la medida prescrita, para poner continuamente a prueba la verdad y el fervor de sus discípulos». Y como las leyes de la historia mandan que al apogeo siga una pendiente, y como el enemigo es siempre el mismo y sus recursos dialécticos no son infinitos, no mucho después de haber vencido con el auxilio del brazo secular a las odiosas sectas neo-maniqueas que promovían, junto con la heterodoxia, el caos social, la Iglesia comenzó a transitar su prolongada pleamar viendo emerger al punto y de su seno la confusión nominalista (reviviscencia, bajo carátula cristiana, del viejo error escéptico y sofista). La peste negra, en sincronía con aquel terrible escollo de las inteligencias, parece haber estampado un como a modo de sello histórico, el anticipo de la vuelta de página que estaba por consumarse. En adelante, el orden social cristiano se agrietaría como un jarrón, y el escándalo de la guerra entre reyes católicos, incluyendo a una de las partes aliada con el turco, y la ruptura de la unidad religiosa más el saqueo de los bienes de la Iglesia y la exaltación de aquel horroroso principio Cuis regio, eius religio que finiquitaba las guerras de religión al precio de subordinar con el mayor de los cinismos la religión al orden temporal, todos estos hechos y otros muchos proveyeron el clima histórico más apropiado para la difusión triunfante de los errores que, en adelante, oprimirían a la verdad hasta el extremo que hoy presenciamos.
El panteísmo, el monismo, el emanatismo y todos los venenosos sistemas mutuamente afines excogitados al alborear este período fueron informando uno a uno los regímenes políticos en auge, como era inevitable que ocurriera: ni De Maistre ni Donoso señalaron en vano la valencia teológica de toda afirmación política. Desde el absolutismo regio, pasando por la democracia liberal y concluyendo en el socialismo, la pretensión de que Dios es uno con todas las cosas (y su reverso obligado: no hay Dios) impregna acuciosamente la mens del conglomerado civil, o al menos su legislación y su praxis política. Pero así como el cristiano se debe a la causa de la Verdad en condición de guerrero, de cruzado, arrastra también la desventaja, en el estado actual de cosas (que es el de naturaleza caída), de tener que guardar moderación en el combate secular. La parábola del trigo y la cizaña le enseña acabadamente que no cumple a él la extirpación completa de los escándalos, y a más Cristo mismo le prescribe el amor a los enemigos. Camaradas tirad, pero tirad sin odio, que dijera el Ángel del Alcázar. El enemigo, aventajado en un mundo del que se sabe ciudadano con pleno derecho, persigue en cambio la aniquilación completa, sin que queden huellas, de la Iglesia y de todo testimonio de Cristo. Y lo hace en sopesadas combinaciones de astucia y de furor, según se lo concedan las circunstancias.
La Revelación nos permite, antes del segundo advenimiento del Señor, esperar un ápice de las fuerzas del mal, enseñoreadas a la sazón de la práctica totalidad del mundo. Nunca como bajo el llamado «globalismo» adquirieron tan terrífica factibilidad aquellas palabras del Apocalipsis relativas a la potestad política anticristiana: “le fue dado poder sobre toda tribu, lengua, pueblo y nación. La adorarán todos los habitantes de la tierra cuyos nombres no están escritos desde el principio del mundo en el libro de la vida del Cordero degollado”. Nunca como bajo el imperio global de la persuasión, capaz de someter a infundado terror a las masas obligándolas incluso a adoptar conductas del todo irracionales, se le hizo tan cercano el horizonte escatológico a quienes se han dado al cometido de «devorar aquel librito» que es tan dulce al paladar como amargo a las vísceras. Nunca la guerra que se le ha movido insensatamente a Dios ha logrado catalizar tanta dosis de mentira, ceguera, orgullo, notoria deshonra en los hábitos y en los talantes, contumacia infernal y sombrío nihilismo. Guerra a la inocencia, guerra al honor, guerra a la virtud y al bien. Guerra, en definitiva, al hombre, creado a imagen y semejanza de su Creador: tal el vertedero de aquella multisecular proclama implícita en la contra-tradición que atraviesa los siglos y hoy alcanza su acmé después de haber combatido con éxito al cristianismo. Su derrumbe será subitáneo, a pique, como por precipicio, y esperamos verlo con nuestros ojos.